González, Ana Marta. 2022. El deseo de saber. Formación intelectual y cultura emocional, Rialp: 24-26.
[…] La auténtica persona culta es la que retiene la capacidad de enlazar inmediatez y sentido; la que retiene, también, la capacidad de disfrutar personalmente con el conocimiento, sirviéndose de él para orientarse y para orientar a otros. Esta persona conserva siempre una dosis de ingenuidad y frescura, no es un simple erudito: su cultura no es puramente memorística, sino que forma parte de una manera de estar en el mundo, que no es simplemente posesiva, sino abierta y admirativa. A la persona culta no le abruma el hecho de no poder abarcarlo todo: sabe de antemano que el mundo no es una totalidad cerrada, sino una realidad abierta a la exploración y el descubrimiento personal.
Como apuntaba más arriba, el elemento básico de la persona culta es la disposición a dejarse sorprender por el mundo que nos rodea, y el empeño subsiguiente por comprenderlo en la medida de sus posibilidades, convirtiéndolo en cosa y casa propia, aunque con propiedad no exclusiva. Pues, en el curso de este empeño, la persona culta descubre la importancia de la conversación con sus contemporáneos y con quienes les precedieron. La conversación y la lectura: por estas vías el conocimiento y la cultura se muestran como un requerimiento vital de la persona, un modo de estar en el mundo que trasciende la propia existencia individual, enlazándola con la de otros seres humanos, de formas siempre impredecibles.
Efectivamente, la cultura como prerrogativa de la persona, no se identifica con la exhaustiva asimilación subjetiva de lo que, desde Hegel, conocemos como «cultura objetiva» -la totalidad de las producciones del espíritu humano a lo largo de la historia- . Esto recuerda el camello jorobado de Nietzsche, que, sobrecargado por la historia, se ha vuelto incapaz de jugar como el niño. Pero tampoco se identifica con el niño, que vive siempre en presente, ignorante e indiferente a lo que ocurre a su alrededor.
Mucho menos se puede identificar la persona culta con la persona «enterada» o «informada», que dispone de un enorme caudal de datos, incluido el último cotilleo. Si la cultura fuera sinónimo de cantidad de conocimientos, el acceso a la red nos habría dispensado de la tarea de cultivarnos personalmente, pues ahí tenemos al alcance de la mano una cantidad ingente de información, a la que acudir cuando se presenta cualquier duda o problema.
No: aunque un rasgo de la persona culta es el saber hacerse preguntas y saber dónde buscar la respuesta, lo que más la distingue en un juicio, un juicio suficientemente instruido sobre el mundo que le rodea, y que nunca puede encapsularse en fórmulas estandarizadas. precisamente esto es lo que le hace irremplazable por cualquier sistema.
Lejos de sofocar la iniciativa individual, o de hacernos superfluos como individuos singulares, la cultura, rectamente entendida, es lo que nos hace ganar en libertad, lo que nos hace ganar en libertad, lo que nos hace penetrar en las realidades comunes con un criterio propio, personal, que realza el sentido de la propia dignidad, sin artificios. Porque dispone de un juicio propio, la persona culta no depende excesivamente de la opinión ajena. Por esa razón, la persona verdaderamente culta -todo lo contrario de un pedante- no es, por lo general, vanidosa.
Tampoco arrogante: si lo fuera, daría muestras de que no ha calado el fondo de sus propios conocimientos; que se encuentra aún a una respetable distancia de esa sabiduría a la que la cultura debería conducir. Pues lo primero que salta a los ojos de la persona sabia es que la cultura no se basta a sí misma. Anteriormente me refería a la moral. Decía que la cultura no se identifica con la moral, aunque puede facilitar el refinamiento que nos hace receptivos a ideales morales. Pero al que profundiza en las realidades culturales se le desvela su carácter de mediación.