La libertad humana en sentido psicológico

Palacios, Juan Miguel. 2013. La condición de lo humano, Encuentro: 16-21.

La libertad del hombre en sentido psicológico es la libertad de los actos de la voluntad humana. Y su consideración ha de empezar por esto, por decir que esta libertad no es una cosa, que pueda estar escondida y que haya que encontrar; ni es tampoco una facultad del hombre; es, más bien, una propiedad de los actos de una facultad del hombre, a saber, de sus actos de querer, de sus voliciones, que son los actos de la facultad humana de querer, que es la voluntad.

Y estos actos de querer son actos de hacer venir a la realidad estados de cosas, previamente representados, que no se daban antes en el mundo real, y que el hombre, sirviéndose de su voluntad, que es una capacidad de causar, introduce en él.

Estos estados de cosas que las voliciones hacen venir al ser pueden ser estados de cosas físicos, que vienen al mundo exterior, como es el que suene un grito o el que se abra una puerta, o estados de cosas meramente psíquicos -que se producen sólo en la inmanencia de nuestra conciencia-, como es el que yo me acuerde de algo o el que yo entienda la demostración de un teorema. En los casos del primer tipo es preciso distinguir entre el acto interior -psíquico- de querer gritar o querer abrir la puerta, y el acto exterior -físico- de emitir el grito o de abrir la puerta. En los casos del segundo tipo todo queda, en cambio, dentro de nosotros y su posible manifestación exterior es completamente accidental al acto en cuestión.

Pero aún en estos actos solo interiores -y, desde luego, también en los primeros- cabe distinguir, por otra parte, el acto mismo de querer y lo que nace de ese acto. Así como no es lo mismo querer gritar que gritar, o querer abrir una puerta que abrirla, no es tampoco lo mismo querer acordarse de algo que acordarse de algo, ni querer entender una demostración que entenderla. Pues bien, solo estos quereres son en el sentido más propio actos de la voluntad. Los otros actos son propiamente actos de rememoración, de intelección, de fonación y de tracción, eso sí, imperados por la voluntad, causados por voliciones, nacidos de ellas, y que, por lo tanto, pertenecen solo indirecta o derivatiamente a la voluntad: son actos voluntarios.

Esta última distinción es importante y es la que mejor puede servirnos para distinguir las dos formas de libertad psicológica que corresponden a la voluntad del hombre: la libertad de coacción y el libre albedrío.

1. La libertad de coacción (o libertad de espontaneidad, o libertad exterior) es la libertad de obrar. Es una libertad que no concierne a la volición misma, al acto de querer, sino a la producción o ejecución del estado de cosas que es querido, es decir, que es objeto de la volición, sea ese estado de cosas físico o meramente psíquico. Y es a la particular constricción que impide que venga al ser un estado de cosas querido por alguien a lo que, respecto de ese alguien, se llama propiamente violencia. Así, en este sentido, una acción violenta es siempre una acción encaminada a impedir la realización de un estado de cosas pretendido por un ser volente.

(…)

    Esta libertad de coacción es meramente exterior, pero esto no quiere decir que el campo en el que cabe la acción violenta sea solo el de nuestro cuerpo. Cabe también violentar propiamente -es decir, no solo influir, sino incluso determinar, manipular por entero- desde fuera muchos fenómenos que pertenecen al ámbito de la vida psíquica del hombre; al de su conocimiento, su afectividad y sus tendencias no voluntarias. Pero nada de esto afecta propiamente a sus voliciones, de cuya libertad no hemos empezado a hablar todavía. Así, pues, cuando se llama exterior a la libertad de coacción, quiere decirse con ello que afecta a lo que es «exterior» no al hombre, sino al albedrío del hombre, como el hecho de mi imaginar, siendo un hecho interior, es sin embargo exterior a mi pretensión de imaginar, o el hecho de perdonar siendo tan íntimo, es con todo exterior a mi pretensión de perdonar.

    A este género de libertad de la voluntad pertenecen tanto la libertad física -la que puede impedirse con sogas o grilletes, que, por ejemplo no permiten separar las manos al que, esposado quiere separarlas-, cuando la libertad civil o política -como libertad de expresión, de reunión, de residencia, de asociación, de empresa, etc.-, que puede protegerse o impedirse con instituciones jurídicas o políticas desde el Estado -que para ello se sirve a veces también de la violencia física de la guerra, de la persecución policíaca, la prisión, etc., mediante el poder legislativo, ejecutivo ojudicial-, o desde fuera de él.

    (…)

    2. El libre albedrío (o libertad de arbítrio, o libertad interior) es propiamente la libertad del querer, la libertad en su sentido más propio. Es la libertad que concierne a la volición misma, no a la realización o ejecución del estado de cosas que es objeto de una volición. No se trata ya de un poder de hacer lo que uno quiere, sino más bien de un poder que querer lo que uno quiere. Tenerla es, por así decirlo, como tener la condición de autor de las propias voliciones, la posibilidad de ser respecto de ellas como su creador, como su causa eficiente incondicionada.

    En cualquier situación, esta posibilidad es doble: por una parte, la de querer o no querer; por otra, la de querer esto o querer aquello. A la primera ha solido llamársele libertad de ejercicio; a la segunda libertad de especificación.

    Es esta libertad del arbitrio la que nunca podría ser anulada en el hombre, porque afecta al centro más profundo e inviolable del yo humano, que es el albedrío.

    En efecto, los actos imperados por el albedrío humano, sean externos o internos, pueden ser ciertamente violentados. Contra su voluntad se puede conseguir que un hombre muea su cuerpo, que un hombre vea o que oiga algo, incluso que diga materialmente algo: pero no se puede conseguir que eso lo haga queriendo, que quiera, por así decirlo, sin querer o quiera a pesar suyo lo que quiere. El querer de un hombre puede ser, ciertamente, influido, e influido muy poderosamente, por motivos que cabe darle desde fuera; pero esos motivos, por fuertes que sean, no lograrían nunca determinarle. Si cabe decirlo así, no hay nadie más que él que pueda querer sus propias voliciones, nadie puede querérselas por él. Cómo escribía en el siglo XI el perspicaz Anselmo de Cantórbery en su libro Sobre la Libertad del Albedrío: «El hombre puede ser atado a pesar suyo, porque puede ser atado sin que quiera; puede ser torturado a pesar suyo, porque puede ser torturado sin que quiera; puede ser muerto a pesar suyo, porque puede ser muerto sin que quiera; pero no puede querer a pesar suyo, porque no puede querer no queriendo querer. Pues todo el que quiere, quiere su propio querer (en latín: Nam omnis volens ipsum suum velle vult)» [Cf. De libertate arbitrii, V.]. Y este carácter inexpugnable de la libertad del arbitrio humano viene a constituir uno de los signos más patentes de que el hombre no es una cosa, sino algo muy distinto de eso y extraordinariamente misterioso, a saber, una persona, y es un índice de lo que suele hoy llamarse la dignidad de la persona humana.

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    La gratitud como antídoto contra la deshumanización

    Schwarz, Balduin. 2004. Del agradecimiento, Encuentro: 26-28.

    Habitualmente nuestra conciencia implícita en las cosas existenciales se hace patente en nuestras reacciones sentimentales espontáneas con mucha mayor precisión que en nuestras reflexiones. El dar las gracias y el sentimiento de la gratitud que se halla a su base significan, en relación con la solidaridad humana, que yo, por así decirlo, levanto la vista por un momento y reconozco al otro como persona, es decir, como alguien que es más que un complicado medio en la perspectiva de mis fines[1]. El otro me ha sido desde luego útil en la búsqueda de mi propio bienestar, mas con mi gratitud doy expresión a mi suposición de que es posible en principio, y aquí ha sido real, que lo que ha hecho sea una actualización de su acatamiento de mi humana situación, situación en la que nos hallamos instados a una ayuda recíproca, y que ha trascendido con esto lo puramente utilitario, es decir, lo que es sólo útil para él. Por un momento él ha emergido de su ocupación en sus propios asuntos y me ha rendido tributo como a una persona de la que reconoce que vive, como él, en la misma condición de criatura, una persona que lleva una vida en la que existen peligro y esfuerzo en algún grado y en que se requiere ayuda. Y, por el otro lado, el dar gracias le reconoce a él como persona y es en esto semejante a otros pequeños o insignificantes actos de cortesía. Esos actos, en toda su insignificancia, tienen una función «salvadora»: salvan de la tendencia a la reificación del mundo humano. En un mundo social que se halla bajo la opresión de su propia organización, los auténticos actos de dar las gracias son como un antídoto contra la deshumanización. Son una especie de reconocimiento mínimo, pero explícito, de aquello que es puramente humano, y precisamente porque es «inútil»[2].

    Mas puede, desde luego, haber actos de dar las gracias que sean inauténticos, que no provengan de auténtica gratitud. En qué medida yo me vuelvo realmente hacia el otro como hacia alguien que se ha vuelto hacia mí, ello puede depender de una general o particular disposición interior. Pero incluso cuando el dar las gracias se reduce a una fugaz cortesía, puede, sin embargo, representar algo así como una gota de aceite en la recalentada maquinaria de la cooperación social. Más cuando el decir gracias -que es siempre una posibilidad- se utiliza como un medio en la búsqueda de mi propio bienestar, cuando sólo busco, por así decirlo, mantener al otro en buena disposición para conmigo, entonces tenemos el caso de un dar las gracias que no se halla habitado de agradecimiento. Aquí no se da un «levantar la vista por un momento», no se da un auténtico volverse al otro como persona. Con ello el decir gracias pierde el carácter de una verdadera actualización de la solidaridad interpersonal y no contiene siquiera ni un pequeño elemento de reconocimiento de nuestra común condición y necesidad de ayuda, pudiendo cobrar incluso un carácter ofensivo. A menudo es justamente el temor a semejante falsificación de moneda el que bloquea la fe en la moneda auténtica; pero ese temor entraña ya, como tal, un testimonio indirecto de que la solidaridad representa una parte del mundo humano entendido en su realidad más profunda.


    [1] En la Edad Moderna Immanuel Kant fue el primero que subrayó con gran ahínco la significación moral que tiene el que no se pueda utilizar a la otra persona sólo como puro medio. Éste escribe: «El Hombre, en verdad, está bastante lejos de la santidad; pero la humanidad en su persona tiene que serle santa. En toda la creación puede todo lo que se quiera y sobre lo que tenga algún poder ser también empleado solo como medio; únicamente el hombre, y con él toda criatura racional, es fin en sí mismo». Véase en: Immanuel Kant, Kritik der praktischen Vernunft, P. I., 1. I, cap 3 -Ak V, 87–.

    [2] La lengua inglesa expresa de manera plástica la oposición de estos actos a los de utilidad designándolos como «gratuitous».

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    Motivaciones para reprimir el agradecimiento (II): dejar de reconocer la auténtica benevolencia

    Schwarz, Balduin. 2004. Del agradecimiento, Encuentro: 16-19.

    Otra motivación para contener y reprimir el agradecimiento puede hallarse en el hombre que arde en deseos de estar agradecido, mas, por así decirlo, no se atreve. Mientras que en los otros dos casos se da el deseo de no tener que llegar nunca a una situación en la que hubiera que reconocer auténtica benevolencia y se encuentra, por tanto, una particular complacencia en acumular material negativo, en el caso que ahora consideramos existe una auténtica aflicción producida por amargas experiencias de fingida benevolencia, de falso y engañoso amor, de forzado agradecimiento, etcétera. Un hombre de esta clase se asemeja al escéptico trágico, que, por profundo respeto a la verdad como tal, no se atreve a creer en ninguna verdad, que piensa que no encuentra en parte alguna. Le parecería una traición al amor dar al falso amor lo que sólo el auténtico merece. Un hombre de esta clase estará siempre a la caza de pruebas infalibles de la autenticidad de la benevolencia de sus prójimos y se enredará a sí mismo en el hecho de que nunca podemos «demostrar» cómo siente realmente el otro, no pudiendo, por tanto, estar nunca seguros. Cuanto más claramente es consciente del hecho de la inaccesibilidad por principio de una inspección directa de la estructura motivacional de otro hombre, tanto más se embrollará y menos encontrará el camino de una íntima relación con sus prójimos que esté libre de prejuicios. En cierto modo, la persona ingenua se halla en una actitud para con su prójimo menos onerosa que la de aquel que ha cobrado expresamente conciencia de que, en lo tocante a la motivación de las otras personas, no cabe ofrecer demostración alguna en estricto sentido. Merced a ésta, podrá la introspección reforzar su temor de que en cualquiera de los otros no se trate realmente de auténtica y desinteresada benevolencia. En su verdadera humildad y en su celo por evitar autoengaños, sólo ve muy clara en sí mismo la abundancia de motivación egoísta. Puede bien tener un trágico anhelo de encontrar el puro y auténtico amor, ante el cual la gratitud podría representar una respuesta plenamente justificada. Mas no ve que ésta se encuentra ya justificada allá donde sólo están mezclados fragmentos de buena voluntad y de verdadero amor con resortes motivacionales de otra naturaleza. Es, en último término, víctima de su anhelo de un «mundo absoluto». Es la «humildad de la realidad» lo que le falta. En un hombre de esta clase, se halla cegada la fuente del agradecimiento, está obstruido su brote, pero no faltan las aguas, pues aquí no hay ningún rechazo fundamental de la bondad como tal. Ese hombre no se siente amenazado por ésta en su autodominio, sino que, por el contrario, ama la bondad y la anhela profundamente. Un hombre de esta clase reconoce su necesidad de ayuda; no se niega a vivir como criatura. En este caso, no hay orgullo alguno que desprecie si una cabeza se inclina de humilde agradecimiento. Aquí se da más bien el vehemente deseo de que el agradecimiento sea justificado y el doloroso temor de que no lo sea.

    Pero el flujo espontáneo de la gratitud puede contenerse y reprimirse aún de otra manera. Hay un tipo humano que se halla dispuesto a la suposición de que otro puede ser destinatario de auténtica benevolencia, pero que no es capaz de aceptar eso para sí mismo. Se ha hecho a sí mismo incapaz de creer que pueda ser aceptado y querido, pues se vive a sí mismo como indigno de amor. Aquí tocamos las esferas más secretas de la relación personal consigo mismo. Originariamente, todo hombre es en sí solidario consigo mismo y percibe la aceptación por parte de otro como algo natural. Pero por el lazo de la culpa, un hombre puede verse desterrado de ese plano de la ingenua aceptación de sí mismo y, desde entonces, le será preciso penetrar, por así decirlo, en lo profundo para poder darse cuenta de que, a pesar de todo, es, como persona, digno de aceptación. Puede ser que se trate asimismo en él de un cúmulo de complejos de inferioridad que, por decirlo así, hacen inaccesible a un hombre su propia profundidad personal. En tal caso, una vivencia de ser aceptado por un acto de auténtica benevolencia o de amor profundo puede representar una ruptura decisiva e iniciar algo así como una curación desde dentro. El que el hombre, al ser querido, sea como regalado a sí mismo es una realidad enigmática. La ingenua vanidad narcisista por la que un hombre se encuentra enamorado de sí mismo es exactamente lo contrario de la experiencia en que descubre que es digno de ser querido. Puede incluso que una cierta y noble sencillez vaya unida a la vacilación de creer en el amor. En esto las cosas se enredan unas con otras en misteriosa paradoja. Casi parece como si sólo el amor recibido pudiese garantizarme que yo soy digno de ser amado, tanto por los hombres como por Dios. Y aquí el dilema del hombre torturado por la sospecha se agrava trágicamente, pues, como no puede demostrar que el otro tiene realmente buena intención con él o que le quiere, no puede demostrar tampoco que sea digno de amor. Y, sin embargo, acontece que la actitud de sospecha respecto del amor y de los actos de benevolencia en que éste se hace sentir sólo puede disolverse gracias a la fuerza del amor recibido, de suerte que vuelva a fluir de nuevo la fuente de agradecimiento.

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    Motivaciones para reprimir el agradecimiento (I): racionalizar excesivamente la vida

    Schwarz, Balduin. 2004. Del agradecimiento, Encuentro: 15-16.

    Un hombre puede tener un oculto deseo de que no se haga sentir en él el sentimiento de la gratitud; pues este sentimiento entraña de hecho un elemento de humildad y puede por ello vivirse como humillante. En efecto, en la vivencia del agradecimiento se nos hace consciente la dependencia humana. Podemos afirmarla con humildad auténtica e interiormente aceptarla, o sentirnos humillados precisamente por ella. Para evitar semejante humillación, un hombre buscará en ciertos casos de modo inconsciente razones para no tener que estar agradecido. Se trata aquí realmente de «fundamentaciones» en pleno ámbito de lo emocional, de reflexiones inconscientes o semiconscientes que, en su peculiar esencia, son de naturaleza racional. Para hechos de esa clase, la lengua inglesa posee la certera expresión de «to rationalize». La cosa puede, por ejemplo, presentarse así: un hombre, en razón de una especie de decisión general, tiende a negar por principio la realidad de un comportamiento no egoísta. Como el motivo es primario –a saber, el deseo de evitar situaciones «humillantes» en las que se ha de estar agradecido–, nos encontramos aquí con un típico «prejuicio»; ante sí mismo y ante los demás, un hombre así «fundamentará» en experiencias y, si le es posible, en argumentos pseudo-científicos el juicio de que «no hay más que comportamiento egoísta entre los hombres». Mas todo esto es secundario y ha cobrado cuerpo para ofrecer al juicio ya previamente mantenido la apariencia de una fundamentación objetiva. Un hombre así, no sólo concederá gran importancia a reunir y difundir experiencias realmente negativas, sino que siempre se negará a admitir que, en un caso dado, se presente una motivación que tenga verdaderamente a su raíz una auténtica benevolencia. Contraerá la costumbre de sospechar de todo lo que se le presente como hecho a ojos vistas con buena intención. Se persuadirá a sí mismo de que no se puede ser ingenuo, de que hay que andar con cuidado, etcétera, y conseguirá de este modo que, con el tiempo, se sequen sus íntimas fuentes de agradecimiento.

    Un caso parejo de resistencia inconsciente a la gratitud se daría, asimismo, en aquel que, en verdad, no vive de la teoría de que toda conducta humana es necesariamente egoísta, pero desprecia la conducta altruista y la identifica con el servilismo. Un tipo semejante tiene un desdén general por todo lo que represente un servicio a otro.

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    Recensión: «Transhumanismo integral. En torno al deseo de vivir para siempre» en «Scripta Theologica»

    Destacamos cómo Ricardo Mejía plantea un transhumanismo que integra técnica, antropología y trascendencia frente a las formas reduccionistas y nihilistas del transhumanismo parcial. Subrayamos su defensa de la vulnerabilidad humana, su crítica a las derivadas eugenésicas y su propuesta de entender la técnica como una forma de cuidado y de amor, no como fin en sí misma. Un libro ambicioso y necesario para cualquiera que quiera pensar ética, teología y ciencia en diálogo.

    Puedes leer el resto de la recesión a continuación en Scripta Theologica.

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    Artículo: «Trascendentales metafísicos, teleología y vulnerabilidad: complementariedad de dos propuestas antropológicas sobre la unidad de los fines de la vida y acción humana»

    El presente artículo tiene como finalidad explorar la complementariedad de dos propuestas narrativas contemporáneas sobre la vida y acción humanas, a través del concepto de «vulnerabilidad corporal». Por una parte, se encuentran las ideas de Hans Urs von Balthasar sobre las polaridades espíritu-cuerpo, hombre-mujer, e individuo-comunidad y su posible unidad metafísica y antropológica. Por otra parte, presentamos los planteamientos del filósofo moral Alasdair MacIntyre que se desarrollan desde la teleología, en el marco de los fines naturales que brindan la vulnerabilidad y la dependencia del ser humano. Así, en el primer apartado analizamos las ideas del teólogo suizo sobre las polaridades indicadas, en el contexto metafísico que él mismo propone siguiendo a Tomás de Aquino, y dentro de su visión de la dramática de la vida humana en su relación con Dios. Posteriormente, siguiendo los planteamientos tomistas de MacIntyre, consideramos los problemas de la dialéctica de la Modernidad para comprender adecuadamente la integración de tales polaridades en la narrativa vital humana, especialmente en el marco una teleología insertada en la vulnerabilidad corporal. Finalmente, llevamos a cabo una descripción de cada polaridad antropológica y presentamos, esquemáticamente, unas conclusiones, que resaltan cómo la vulnerabilidad del ser humano permite una lectura narrativa unitaria de la vida abierta a la libertad como búsqueda del bien.

    Palabras claves: acción; modernidad; narrativa humana; teleología; vulnerabilidad

    El artículo ha sido publicado en la revista Conocimiento y acción, de la Universidad Panamericana. Y se fundamenta en los conceptos trabajados en el libro: Corporalidad, tencnología y deseo de salvación: apuntes para una antropología de la vulnerabilidad, Dykinson 2024.

    Puedes leer el artículo completo a continuación:

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    Encubrimiento y verdad. Algunos rasgos diagnósticos de la sociedad actual (2ª edición)

    Publicación de la segunda edición del libro «Encubrimiento y verdad: algunos rasgos diagnósticos de la sociedad actual» (EUNSA, 2025).

    Como dice en la presentación de esta obra el profesor Javier Sánchez Cañizares, antiguo director del Grupo Ciencia, Razón y Fe (CRYF) de la Universidad de Navarra, «los autores han tomado sobre sí, cada uno, la plena responsabilidad respecto de las verdades en las que sostienen a diario sus vidas. Han aceptado el desafío de acoger valientemente el empeño de pensar los problemas actuales, de modo interdisciplinar, para intentar iluminar los retos que presenta la sociedad de nuestros días».

    Un trabajo bien acogido, que con su segunda ediciòn confirma la vigencia del pensamiento volcado en dichas páginas. Éstas abogan por la necesidad -que todos tenemos- de encontrar tiempos para pensar críticamente la realidad, y no dejar nunca de buscar la verdad.

    Por esto, como han señalado los autores en la Nota a la segunda edición: «Viendo la velocidad con la que cambian las cosas, y la realidad de las redes sociales, es irónico pensar, como ya señaló Wittgenstein, que gana –logra evitar la falsedad– el que consigue llegar el último. Parece necesario reclamar un punto de inflexión que produzca en la sociedad actual una mayor ponderación racional y serena para preguntarse por qué sucede lo que sucede. Sin duda este camino abriría una nueva puerta a la esperanza».

    Puedes ver el índice y la presentación del libro en este enlace, o comprar el libro a través de EUNSA.

    Además, a continuación encontrarás algunas reseñas y resúmenes que surgieron para la primera edición (EUNSA, 2021):

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    MacIntyre o la revolución del cuidado

    Ha muerto el filósofo Alasdair MacIntyre (Reino Unido, 1929-2025), un pensador a quien el mundo moderno le debe la rehabilitación del concepto de virtud. Sobre su intuición de que la vida social puede fundarse sobre la vulnerabilidad, la dependencia y el cuidado, los autores de este ensayo han escrito Corporalidad, tecnología y deseo de salvación: apuntes para una antropología de la vulnerabilidad (Dykinson, 2024). La fragilidad deviene así el eje sobre el que giran relaciones sociales de reciprocidad: dar y recibir.

    Puedes leer el resto del artículo en la revista «Nuestro tiempo» de la Universidad de Navarra.

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    Alasdair MacIntyre (1929–2025)


    Alasdair MacIntyre, fallecido el 22 de mayo de 2025 a los 95 años, fue una de las voces más influyentes y desafiantes de la filosofía moral contemporánea. Su legado es inmenso: más de veinte libros, más de doscientos artículos académicos y, sobre todo, una revolución conceptual que reconfiguró el pensamiento ético de finales del siglo XX. Su obra más conocida, After Virtue (1981), no solo reintrodujo la ética de la virtud como alternativa frente al deontologismo kantiano y al utilitarismo, sino que también denunció la fragilidad interna del pensamiento moral moderno, afirmando que sus conceptos clave eran «fragmentos de una tradición anterior rota», aquella que había unido en un todo coherente a Atenas y Jerusalén.

    MacIntyre nació en Glasgow en 1929, en una cultura impregnada de relatos gaélicos, donde pescadores y campesinos enfrentaban juntos las dificultades de la vida. Esta visión comunitaria y narrativa del existir marcaría profundamente su filosofía. Tras formarse en Oxford, Manchester y la Universidad de Londres, comenzó a enseñar filosofía en 1951. Le gustaba repetir, con ironía británica, que su profesión era “un trabajo de interiores sin cargas pesadas”. Aunque nunca obtuvo un doctorado —decía que esto requería un esfuerzo adicional para seguir siendo un verdadero educado— fue galardonado con diez doctorados honoris causa y nombrado fellow por varias academias prestigiosas.

    Sus primeras simpatías filosóficas se inclinaron hacia el marxismo, el psicoanálisis y el pensamiento analítico, aunque con el tiempo fue superando cada una de esas posiciones desde dentro. En su juventud, militó en el Partido Comunista, aunque nunca abandonó una crítica marxista al capitalismo como estructura injusta y alienante. Atraído en sus inicios por A. J. Ayer, pronto encontró en Wittgenstein una refutación implícita del positivismo lógico. En los años sesenta y setenta, se acercó al aristotelismo sin metafísica, hasta descubrir —ya con más de cincuenta años— que se había convertido en un aristotélico tomista convencido. Esta conversión no fue solo filosófica, sino también religiosa: en 1983, tras haber sido presbiteriano, anglicano y ateo, abrazó la fe católica, convencido por el rigor intelectual de Tomás de Aquino.

    Su fe y su filosofía no eran esferas separadas: “no veía contradicción entre ambas, sino mutuo enriquecimiento”. Siguiendo el ejemplo de Tomás, MacIntyre admiraba una forma de hacer filosofía que no se comprometía con una conclusión hasta haber considerado todas las objeciones razonables posibles. Esta actitud crítica, abierta y paciente marcó también su estilo como maestro. Su enseñanza fue rigurosa, exigente y, a veces, intimidante. En sus clases, sus alumnos debían ganarse la nota más alta con trabajos que él mismo estaría dispuesto a firmar. No obstante, detrás de su humor sarcástico y su rigor, muchos descubrieron a un maestro profundamente generoso, capaz de traducir un artículo del francés para un alumno que no dominaba la lengua o de regalar sus entradas de fútbol americano a los estudiantes, incluso en la época dorada del equipo de Notre Dame.

    El núcleo del pensamiento de MacIntyre puede resumirse en tres grandes ejes: la recuperación de la tradición de las virtudes, la centralidad de las narrativas históricas y el reconocimiento de la dependencia humana como condición fundamental para la vida ética. En Whose Justice? Which Rationality? (1988) y en sus Gifford Lectures publicadas como Three Rival Versions of Moral Enquiry (1990), desarrolló la idea de que toda razón está anclada en una tradición concreta y que no puede haber un punto de vista moral “neutral” o universal desde el cual juzgar todas las demás posiciones. La razón es siempre encarnada, histórica, situada.

    Este enfoque lo llevó, en Dependent Rational Animals: Why Human Beings Need the Virtues (1999), a una de sus más profundas intuiciones: el reconocimiento de la vulnerabilidad y la dependencia no como defectos, sino como rasgos esenciales de la condición humana. En este libro, MacIntyre plantea una crítica a la antropología ilustrada que presenta al ser humano como un individuo autónomo y autosuficiente. Frente a ello, él propone una visión biológica y práctica de nuestra naturaleza: “somos animales racionales dependientes”, necesitados de cuidado, de vínculos, de comunidades capaces de sostenernos en la infancia, la enfermedad y la vejez.

    Inspirándose en la ética aristotélica, pero enriqueciéndola con aportaciones contemporáneas de la psicología, la biología y la sociología, MacIntyre articula una ética de la virtud que da cabida a las prácticas del cuidado, a la amistad, a la gratitud, al perdón y a la misericordia. En este contexto, introduce el concepto de “justa generosidad”, una virtud que integra la justicia con la atención amorosa a la fragilidad del otro. Esta propuesta resulta especialmente relevante en una época marcada por la fragmentación social, el individualismo posesivo y la pérdida de sentido comunitario.

    La antropología de MacIntyre reconoce que “las preguntas éticas suponen preguntas narrativas”. Como escribe en After Virtue: “Solo puedo responder a la pregunta ‘¿Qué debo hacer?’ si primero puedo responder a la pregunta ‘¿De qué historia o historias formo parte?’” El ser humano, afirma, es “esencialmente un animal narrativo”. Esta dimensión narrativa implica que el juicio moral no puede disociarse de la historia vivida y compartida, ni de las prácticas sociales en las que se encarna.

    MacIntyre fue también un crítico feroz de la superficialidad intelectual. Su estilo punzante y su ironía le granjearon fama de provocador. De un autor escribió que su obra era “el equivalente filosófico de Vogue”. Sobre un libro de Hans Küng dijo: “Leer este libro no careció de todo significado teológico para mí: cada vez que intente imaginar el purgatorio, volveré a pensar en tener que releer el libro del Dr. Küng”. Incluso Aristóteles, su mayor influencia, no escapó a sus juicios mordaces: “No era un hombre amable ni bueno; las palabras ‘pedante engreído’ me vienen a menudo a la mente al leer la Ética”.

    Sin embargo, quienes lo conocieron sabían que detrás del rigor y la ironía había una profunda pasión por la verdad, una entrega a la formación intelectual y moral de sus alumnos, y una coherencia de vida ejemplar. En su despacho oscuro, iluminado apenas por una lámpara y decorado con una cruz gala y una foto de Edith Stein, se respiraba una seriedad ética que trascendía las palabras. En el aula, era un Sócrates moderno, que enseñaba a través de preguntas punzantes y del ejercicio constante de la crítica.

    El legado de MacIntyre es, en última instancia, un llamado a pensar de nuevo qué significa vivir bien en común. Frente al relativismo, al emotivismo y al nihilismo contemporáneo, propuso una filosofía moral enraizada en la práctica, en la historia y en la comunidad. Frente a la autosuficiencia moderna, recordó que somos dependientes unos de otros. Frente al olvido del carácter, reintrodujo la importancia de las virtudes.

    Hoy, su ausencia deja un vacío inmenso en la filosofía contemporánea. Pero su obra sigue viva en quienes se esfuerzan por pensar éticamente desde la historia, la comunidad y la fragilidad humana. Como alguien escribió tras su fallecimiento: “Si estamos esperando a Godot, quizá llegue antes que otro MacIntyre”. Tal vez no haya otro igual. Pero lo que nos deja es más que suficiente para seguir pensando —y viviendo— con mayor verdad y generosidad.

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    La virtud de la “justa generosidad” y su relación con el bien común según Alasdair Macintyre

    El concepto de “justa generosidad” en Alasdair MacIntyre hace referencia, de modo general, a la inclusión de la virtud de la misericordia dentro de la virtud de la justicia en el contexto del individuo dependiente. Para entender bien este enunciado que define la “justa generosidad”, nos exige, previamente, una breve explicación narrativa de cómo hemos llegado a este concepto ético siguiendo la propia trayectoria intelectual del filósofo anglosajón. Así, Alasdair MacIntyre, tras haber recalado intelectualmente en las tradiciones marxista, analítica-expresivista y psicoanalítica, se adentra en lo que se ha denominado proyecto After virtue, que culminará con la publicación de su conocido libro After virtue: a study of moral theory.

    Puedes seguir leyendo el resto de este capítulo en «La virtud de la «justa generosidad» en las relaciones sociales según Alasdair MacIntyre», Montoya Camacho, Jorge Martín; Giménez Amaya, José Manuel. La política del bien común en MacIntyre, J. de la Torre, M. Loria y L. Nontol, Madrid: Dykinson, (2025): 139-154:

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