González, Ana Marta. 2016. La articulación ética de la vida social, Comares: 16-20.
Hay, por lo demás, toda una serie de virtudes que guardan cierta semejanza con la justicia, aunque difieran de ella por alguna otra razón. Son las que Tomás de Aquino reúne en un artículo dedicado a las «partes potenciales de la justicia», en el que realiza una división de los deberes particularmente clarificadora.
Básicamente, hace notar que todas las virtudes que dicen referencia a otro, se asemejan en un punto central a la justicia. Sin embargo, dado que la razón estricta de justicia consiste en dar a cada uno lo que se le debe según cierta igualdad o proporción habría dos razones por las cuales alguna virtud referida a otro podría diferenciarse de la justicia: bien porque nunca alcanzara a cumplir la igualdad en la razón de lo debido (es el caso de las deudas con Dios, los padres o superiores, objeto de las virtudes de la religión, piedad u observancia respectivamente), bien porque lo debido no responde al criterio determinante de la justicia legal, sino más bien a criterios prudenciales, ajustados a las circunstancias de la situación. En el primero de los casos estaríamos ante deudas infinitas, que no es posible retribuir según igualdad (α). Entre ellas se cuentan ciertas obligaciones con las que nacemos y que, en sentidos relevantes, preceden o superan lo estrictamente requerido por la convivencia política; obligaciones que cabe calificar de «ontológicas», porque hacen referencia al hecho mismo de nuestra existencia y su sentido: obligaciones para con Dios, que canalizamos simbólicamente a través del ritual y el culto religioso; obligaciones para con nuestros padres, que expresamos a través del servicio diligente y respetuoso, y que en algún sentido cabe extender a nuestros antepasados, a quienes debemos en gran parte nuestro modo de vida. Además, hay personas cuya virtud y nobleza alumbra nuestra vida de un modo al que tampoco podemos hacer justicia como merece, y a las que rendimos por ello una especial veneración.
En general, religión, piedad, veneración son virtudes que se alimentan de la conciencia de deudas imposibles de pagar según justicia. En diversos lugares Platón se hace eco de la naturaleza peculiar de los deberes religiosos, y concretamente del valor simbólico de lo ritual (β), con el que expresamos la insuficiencia de nuestros esfuerzos éticos, por necesarios que estos sean. De igual modo, invita a reflexionar sobre la naturaleza de la piedad cuando se extraña de que Eutifrón, que se tiene a sí mismo por piadoso, porque cumple lo que mandan los dioses, se dirija a denunciar a su padre (γ). O cuando, en el Critón, presenta a un Sócrates dispuesto a acatar la sentencia de muerte como un deber cívico (δ), por respeto a las leyes de Atenas, a las cuales estaba obligado, por haber hecho posible el género de vida que había llevado hasta ese momento.
Reconocer esa clase de deudas es una forma de reconocer la precariedad de nuestra naturaleza, una forma de religarnos, vincularnos con nuestro origen, una forma de reconocernos necesitados de sentido. Todo ello enriquece nuestra vida personal y social, en modos imposibles de suplir por otros medios.
Junto a estas deudas infinitas, existen las otras, más ordinarias, pero no menos exigentes, que difieren de la justicia no tanto por la magnitud de la deuda cuanto por la falta de determinación de lo debido. En estos casos, estaríamos ante la distinción entre deberes legales y morales, que ya hemos visto en Aristóteles:
«El defecto de la razón de deuda, propia de la justicia, puede considerarse atendiendo a que hay dos clases de deuda: moral y legal. Según esto, el Filósofo, en el VIII Ethic., distingue asimismo dos especies de derecho o justo. Deuda legal es la que alguien está obligado a pagar porque lo exige la ley. Constituye el objeto propio de la justicia, virtud principal. La deuda moral, en cambio, se deriva de la honestidad de la virtud. Y porque toda deuda implica necesidad, es por lo que tal deuda moral tiene dos grados. Porque hay deudas tan necesarias que, sin ellas, la honestidad de las costumbres no puede quedar a salvo, y en ellas la razón de deuda es más estricta […] Otras deudas morales, sin embargo, son necesarias en cuanto que confieren mayor honestidad, aunque la honestidad puede conservarse sin ellas» (S. Th. II. II. q. 80, a. un).
Entre las absolutamente necesarias para la honestidad de las costumbres, Tomás menciona la veracidad, la gratitud y la vindicación; entre las convenientes para la mayor honestidad, menciona la liberalidad, la afabilidad o amistad y similares. Esto último podría resultar llamativo, si pensamos en la importancia que Aristóteles concede a la amistad, y al hecho de que, como hemos visto, recorre el mismo camino que la justicia. Sin embargo, desde el punto de vista estructural, propio de la justicia política, es cierto que los deberes de justicia, y algunos deberes morales tales como la veracidad o la no impunidad resultan esenciales para el sostenimiento de la comunidad. De hecho, también Aristóteles concede un papel central al castigo, precisamente para salvar la posibilidad misma de llevar una vida virtuosa. Y es obvio, también, que el mismo ejercicio de la amistad se vería muy dificultado si no estuviera asegurada de algún modo la veracidad, que garantiza la confianza en las relaciones recíprocas. No por causalidad, apremiados por el desarrollo de la sociedad comercial, los filósofos de la ilustración escocesa insistirán en la importancia de la justicia y el cumplimiento de las promesas.
En razón de su especial definición, los deberes de justicia y algunos deberes morales necesarios para la honestidad de las costumbres, que guardan por ello mayor cercanía con la justicia, pueden constituirse en objeto de precepto. «El precepto -explica Tomás de Aquino- implica razón de deuda. Por tanto, una cosa cabe bajo precepto en la medida en que reviste formalidad de adecuada» (S. Th. II. II. q. 44, a. a) (ε). Por otro lado, el propio Tomás observa en distintos lugares que el precepto añade sobre el simple deber, una fuerza coactiva (ζ), destinada a mover a su cumplimiento, a aquellos que no realizan lo debido por propia iniciativa (η).
Ahora bien, que ciertos actos debidos -bien en razón de justicia, bien en razón de otras virtudes afines- puedan ser preceptuados, no significa que de hecho lo sean. Que todo lo preceptuado sea debido no significa que todo lo debido sea preceptuado por la ley, Tomás remite al otro pasaje aristotélico que mencionábamos antes:
«Las cosas que hay que ejecutar no caen bajo el precepto sino en cuanto implican alguna razón de deber. Esta es de dos maneras: la una, que se funda en la regla de la razón natural; la otra, en la norma de la ley que la determina. Y así el Filósofo distingue en V Ethic. una doble razón de justicia, la moral y la legal» (S. Th. I. II. q. 99, a. 5).
La observación se encuentra en un largo articulo dedicado a explicar la diferencia entre mandatos, preceptos, testimonios, que aparece en la Sagrada Escritura, referida a la ley Antigua. El contexto, por tanto, es teológico. Sin embargo, es relevante para nosotros, no solo por razones sistemáticas, sino por razones históricas, porque permite ver por qué vías pudo tener lugar la transición de un planteamiento relacional a un planteamiento legal de los deberes. En ese pasaje, en efecto, Tomás vuelve a reproducir la diferencia entre deberes morales necesarios y convenientes, introducida por Aristóteles, pero poniéndola en relación con la diferencia entre preceptos y mandatos, que aparece en la Sagrada Escritura; y, dentro ya de este marco, Tomás se refiere también a las dos motivaciones principales para cumplir preceptos y mandatos: la autoridad del que manda o la utilidad de lo que manda (θ).
Me parece que con este movimiento Tomás nos está ofreciendo, obviamente sin pretenderlo, una clave hermenéutica importante para entender la evolución de las éticas modernas. Pues, como sabemos, ya desvinculadas del marco teológico, en la ética moderna, autoridad y utilidad se constituirán en los dos fundamentos posibles para una reconstrucción racional, puramente secular, del orden moral: en el caso, por muchas razones paradigmático de Kant, se trata directamente de la autoridad de una razón, que ya no remite a una ley eterna, sino que se presenta como un faktum ante la conciencia; en el caso de Hume, se trata de la utilidad de ciertas instituciones, primeramente introducidas con el fin de preservar a largo plazo el propio interés individual.
Notas:
(α): «La razón dicta que el hombre es deudor de un beneficio u obsequio respecto de aquel de quien recibió beneficios, si no los recompensó ya. Pero hay dos cuyos beneficios jamás se pueden suficientemente recompensar, que son Dios y los padres, según se dice en VIII Ethic» (S. Th. I. II. q. 100, a.7 ad 1).
(β): Cf. Spaemann, «Lo ritual y lo moral».
(γ): Cf. Platón, Eutifrón, 15 d.
(δ): Cf. Platón, Critón, 50 a ss.
(ε): El pasaje continúa: «Ahora bien, una cosa resulta adecuada de dos maneras: en sí misma y por otra. En sí mismo es obligatorio, en cualquier menester, todo lo que es fin, ya que, por definición, el fin entraña razón de bien. Es, en cambio, obligación por razón de otra cosa, cuanto se ordena al fin; como es deber del médico, de suyo, curar; por razón de otra cosa, diagnosticar el remedio adecuado…». Vid. también: «solo la justicia entre todas las virtudes importa razón de deber, y así, las materias morales en tanto pueden ser determinadas por la ley en cuanto pertenecen a la justicia, de la que una parte es la religión […]» (S.Th. I. II. q. 99, a. 5, y ad 1). «La razón de deber no es tan clara en las otras virtudes como en la justicia, y por eso los preceptos sobre los actos de las otras virtudes como en la justicia, y por eso los preceptos sobre los actos de las otras virtudes no son tan conocidos del pueblo como los preceptos sobre los actos de la justicia. De manera que los actos de la justicia especialmente caen bajo los preceptos del decálogo, que son los primeros elementos de la ley» (S. Th. I. II. q. 100, a. 3 ad 3).
(ζ): «El precepto de la ley tiene fuerza coactiva, y así cae bajo el precepto aquello a que fuerza la ley. Esta fuerza de la ley viene del temor de la pena… pues propiamente hablando cae bajo el precepto lo que lleva señalada una sanción. Sobre la imposición de la pena, de un modo procede la ley divina y de otro la humana […]» (S. Th. I. II, q. 100, a. 9).
(η): «La obligación del precepto no se opone a la libertad más que en aquel cuya mente es opuesta a lo mandado, como se ve en quienes guardan los mandamientos por temor. Ahora bien, el precepto de la caridad no se puede cumplir sino por propia voluntad, y por eso no repugna a la libertad» (S. Th. II. II, q. 44, a. 1 ad 2). «A ejecutar los actos de virtud se inclinan de muy diversa manera los imperfectos, que todavía no tienen el hábito de la virtud, y los que son perfectos en este hábito; pues los que no tienen aún el hábito de la virtud se inclinan a obrar los actos de virtud por alguna causa extrínseca; por ejemplo, por el temor a los castigos o por la promesa de ciertas remuneraciones extrínsecas, v. gr., de honor, de riquezas o cosas semejantes […]. En cambio, los que tienen el hábito de la virtud se inclinan a obrar los actos de virtud por amor de ésta, no por alguna pena o remuneración extrínseca. Por eso la ley nueva, que principalmente consiste en la misma gracia infundida en los corazones, se llama ley de amor, y se dice que tiene promesas espirituales y eternas, las cuales son objeto de la virtud, principalmente de la caridad; y por sí mismos se inclinan a ellas, no como cosas extrañas, sino como propias […]» (S. Th. I. II. q. 107, a. 1 ad 2).
(θ): «De cuantas cosas se contienen en la ley, unas hay preceptuadas y otras que se ordenan a lograr el cumplimiento de los preceptos. Tienen éstos por objeto las cosas que se deben ejecutar, para lo cual dos cosas mueven al hombre: la autoridad del que manda y la utilidad del cumplimiento de lo que se manda. Esta utilidad está en la consecución de un bien provechoso o en la evitación de un mal contrario. Pues bien, en la ley se proponen ciertas cosas que expresan la autoridad de Dios, que manda, como aquello del Dt6,4: Oye, Israel, el Señor, tu Dios, es un Dios único; y aquello del Gen1,1: Al principio creó Dios el cielo y la tierra. Semejantes cosas se llaman «testimonios». Pero en la ley debían proponerse también premios para los que observasen la ley y penas para los que la quebrantaren, como aparece por Dt 28,1: Si oyeres la voz del Señor, tu Dios…, Él te hará más grande que todas las gentes, etc. Tales sentencias se llaman justificaciones, por cuanto, según ellas, Dios con justicia castiga o premia. Las cosas que hay que ejecutar no caen bajo precepto sino en cuanto implican alguna razón de deber. Esta es de dos maneras: la una, que se funda en regla de la razón natural; la otra, en la norma de la ley que la determina. Y así el Filósofo distingue en V Ethic. una doble razón de justicia, la moral y la legal. Pero el deber moral es también doble, pues la razón dicta que unas cosas se han de cumplir como necesarias, sin las que no puede subsistir el orden de la virtud, y otras como útiles para la conservación de ese mismo orden. Según esto, unas cosas se mandan o prohíben en la ley con rigor, como: No matarás, No hurtarás, etc. (Ex20, 13.15; Dt 5, 17.19), y éstas se llaman propiamente «preceptos». Otras se mandan o prohiben sin este rigor, para el mejor cumplimiento de estos preceptos. Estas se llaman «mandatos», que inducen o persuaden, como aquello del Ex22,26: Si tomares en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de la puesta del sol. Y como éste, muchos. San Jerónimo dice: En los preceptos se contiene la justicia; en los mandatos, la caridad. El deber que nace de la determinación de la ley en las cosas humanas pertenece a los preceptos judiciales; en los divinos, a los ceremoniales. Las mismas sanciones, que señalan los premios o las penas, se pueden llamar testimonios, por cuanto son ciertas protestaciones de la justicia divina. Aún más, todos los preceptos de la ley se pueden llamar justificaciones, en cuanto son ejecuciones de la justicia legal. También se pueden distinguir los preceptos de los mandatos, en que los primeros los manda Dios por sí mismo, y los segundos los manda por otros, como el mismo nombre parece indicar. Resulta de todo esto que los preceptos todos de la ley se contienen bajo estos tres capítulos de preceptos morales, ceremoniales y judiciales. Los demás no tienen razón de preceptos y se ordenan a la observancia de los primeros, como antes se dijo» (S. Th. I. II q. 99, a.5). Por su parte, «la diferencia entre consejo y precepto está en que el precepto implica necesidad; en cambio, el consejo se deja a la elección de aquel a quien se da […]» (S. Th. I. II. q. 108, a.4).