Aristóteles: no puede existir la ciudad sin la familia

González, Ana Marta. 2016. La articulación ética de la vida social, Comares: 11-13.

[…] Según Aristóteles la ciudad

«[…] no es una comunidad de lugar para impedir injusticias recíprocas y con vistas al intercambio. Estas cosas, sin duda, se dan necesariamente si existe la ciudad; pero no porque se den todas ellas ya hay ciudad, sino que ésta es una comunidad de casas y familias para vivir bien, con el fin de una vida perfecta y autárquica» (Pol. III, 9, 1280 b 12).

Que las ciudades sean comunidades de casas y familias y no simplemente de individuos es un aspecto más de lo que hoy nos separa de Aristóteles. Según él, los vínculos familiares son tan necesarios para la vida como los vínculos políticos lo son para el despliegue de la libertad. La comunidad política de los libres e iguales no puede en modo alguno constituirse si estos no tienen resueltas las necesidades cotidianas de la vida, de las que se ocupa principalmente la familia. La vida política presupone la vida familiar. No solo porque, desde un punto de vista funcional, nadie podría dedicarse al mundo de la acción sin tener garantizadas las necesidades ordinarias -como señala Arendt, la relación entre el hogar y la política no puede entenderse según la categoría medios-fines(*)-, sino porque, desde un punto de vista existencial, el mundo de la apariencia pública resulta una cáscara vacía a menos que venga sostenido por la integridad del carácter, y ésta no existe al margen del modo en que nos desenvolvamos en el contexto de las relaciones familiares -esas relaciones que, contempladas desde el ámbito político, calificamos de privadas.

Aun tratandose de ámbitos diferentes, «lo político» y «lo doméstico» se explican recíprocamente. Se puede decir que lo político es deudor de lo doméstico en un sentido sustancial, relacional y estructural, por cuanto el orden doméstico proporciona los miembros y prefigura las formas elementales del orden político. Pero, al mismo tiempo, el desarrollo de las formas políticas dibuja un horizonte de convivencia por referencia al cual la misma vida doméstica se hace en general posible y alcanza una cabal comprensión de sí misma.

Lo político, en efecto, adopta frente a lo doméstico el rasgo de la autarquía(**). La casa no es autosuficiente, no solo porque por sí sola no puede cubrir todas las necesidades humanas; sino porque al girar en torno a la satisfacción de necesidades, no puede por sí sola desvelar el ámbito de lo libre, de lo que se origina en el ejercicio de la propia libertad y no viene determinado por ninguna necesidad antecedente. Si algo debe caracterizar el ámbito político es qué hace posible el descubrimiento de esta clase de libertad: la libertad del que decide por sí mismo, no coaccionado por la necesidad ni apremiado por los imperativos de la supervivencia. En esta medida, el despliegue de la libertad política presupone un mínimo de independencia económica. Garantizar las condiciones de desarrollo económico a gran escala compromete hoy una gran cantidad de energías de los dirigentes políticos. Importante, sin embargo, es no perder de vista que el fin de todo ello es hacer espacio para el despliegue de la libertad y el ejercicio gratuito de la inteligencia, y no, por el contrario, subordinar la libertad y el cultivo de la inteligencia exclusivamente a fines económicos. Precisamente en eso reside, según Aristóteles, la diferencia entre lo simplemente bueno y lo noble. Por ello no vacila en escribir que «buscar en todo la utilidad es lo que menos se adapta a las personas magnánimas y libres» (Pol. VIII, 3, 1338 b3).

En todo caso, aunque Aristóteles vincula todo este despliegue de la inteligencia y la libertad al desarrollo de ciudades, no olvida que en el origen de las ciudades están las casas y familias, y, por tanto, que nada de ello sería posible si hombres y mujeres «no habitan un mismo lugar y contraen entre sí matrimonios» (Pol. III, 9, 1280 b 13).

En efecto: en el origen de la ciudad, tal y como Aristóteles la concibe, están las familias, a partir de las cuales, por obra de la amistad, habrían ido surgiendo las restantes manifestaciones de vida social, que ya no se ordenan directamente a las necesidades de la vida, pues tienen más que ver con lo que hace a la vida más buena y hermosa:

«Por eso -sigue diciendo- surgieron en las ciudades los parentescos, las fratrías, los sacrificios públicos y las diversiones de la vida en común. Todo es obra de la amistad, pues la elección de la vida en común supone amistad. El fin de la ciudad es, pues, el vivir bien, y esas cosas son para ese fin. Una ciudad es la comunidad de las familias y aldeas para una vida perfecta y autosuficiente, y ésta es, según decimos, la vida feliz y buena. Por consiguiente, hay que establecer que la comunidad existe con el fin de las buenas acciones, y no de la convivencia» (Pol. III, 9, 1280 b 13-14).

Notas:

(*): «El hogar (y el cuidado de la vida que se da en su esfera) no se justifica jamás como un medio para un fin, como si, dicho aristotélicamente, la mera vida fuera un medio para la «buena vida», solo posible en la polis. Esto no es así porque dentro del ámbito de la mera vida no puede aplicarse en absoluto la categoría medios-fines: el fin de la vida y de todas las tareas relacionadas con ella no es sino el mantenimiento de la vida, y el impulso por mantenerse laborando en vida no es externo a ésta sino que está incluido en el proceso vital que nos fuerza a laborar como nos obliga a comer. Si aun así se quiere entender esta relación entre hogar y polis desde la categoría medios-fines, la vida que se garantiza en el hogar no es el medio para el fin superior de la libertad política, sino que el control de las necesidades vitales y el dominio doméstico sobre la labor esclava son el medio de liberación para lo político» (Arendt, ¿Qué es política?, p. 82).

(**): «La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad, que tiene ya, por así decirlo, el nivel más alto de autosuficiencia, que nació a causa de las necesidades de la vida, pero subsiste para vivir bien. De aquí que toda ciudad es por naturaleza, si también lo son las comunidades primeras. La ciudad es el fin de aquéllas, y la naturaleza es fin» (Pol., I, 2, 1252 b8). Como sabemos, la autarquía es también el rasgo distintivo de la felicidad: «Pues el bien perfecto parece ser suficiente. Pero no entendemos por suficiencia el vivir para sí solo una vida solitaria, sino también para los padres y los hijos y la mujer, y en general para los amigos y conciudadanos, puesto que el hombre es por naturaleza una realidad social. No obstante, hay que tomar esto dentro de ciertos límites, pues extendiéndolo a los padres y a los descendientes y a los amigos de los amigos se iría hasta el infinito […]. Estimamos suficiente lo que por sí solo hace deseable la vida y no necesita de nada; y pensamos que tal es la felicidad» (EN, I, 7, 1097, b 8)

Acerca de Martin Montoya

I am Professor of "Ethics", "Philosophical Anthropology", and "History of Contemporary Philosophy" at the University of Navarra, researching on practical philosophy.
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