La «justa generosidad»: la inclusión de la virtud de la «misericordia» dentro de la «justicia»

MacIntyre, Alasdair. 2001. Animales racionales y dependientes, Paidós: 147-151.

[La misericordia es] una virtud que se orienta a aquellas personas que, sean quienes sean, se ven afligidas por algún mal importante, especialmente cuando no es producto de sus decisiones[1], una reserva que quizá requiera alguna puntualización. La necesidad extrema y urgente de otro proporciona en sí misma una razón para actuar, más sólida incluso que las exigencias impuestas por los lazos familiares más estrechos[2]; a veces, aunque la necesidad no sea tan extrema ni urgente, puede juzgarse acertadamente que ésta pesa más que los requerimientos de un vínculo familiar u otra relación social cercana[3]. No existe ninguna norma que decida en esos casos y debe ejercerse la virtud de la prudencia para juzgar[4]. Podría parecer que el individuo se encuentra antes dos tipos de exigencias distintas y en ocasiones contrapuestas: por un lado, por parte de aquellos con los que se tiene un determinado vínculo, en virtud del lugar que ocupan en la misma comunidad y, por el otro, por parte de quienes de alguna manera padecen una grave aflicción, con independencia de que se tenga o no un vínculo con ellos. La explicación de santo Tomás de la virtud de la misericordia exige rechazar, sin embargo, esta contraposición, al menos en la forma como la hemos formulado más arriba.

Según santo Tomás, la misericordia es dolor o pesar por la aflicción de otra persona sólo en la medida en que se entienda como propia; y eso es posible porque existe un vínculo anterior con esa otra persona (que sea un amigo o un pariente) o porque se reconoce que la aflicción que sufre podía haberla padecido uno mismo. Pero, ¿qué implica este reconocimiento? La misericordia es ese aspecto de la caridad por el que se ofrece aquello que el prójimo necesita, y entre las virtudes que nos relacionan con el prójimo la misericordia es la mayor[5]. De manera que entender la aflicción de otro como si fuera propia significa reconocer a ese otro como prójimo y, señala santo Tomás, en todo lo que se refiere a amor al prójimo, «no importa si se dice “prójimo” como en I Juan, 4 o “hermano” como Levítico, 19, o “amigo”, puesto que todos ellos indican la misma afinidad». Pero reconocer a otra persona como hermano o amigo supone reconocer que la relación que se tiene con ella es la misma que la que se tiene con otros miembros de la comunidad a la que se pertenece. Por lo que orientar la virtud de la misericordia hacia los demás supone ampliar las relaciones comunitarias hasta incluir a esos otros; a partir de ese momento, se debe cuidar de ellos y preocuparse por su bien, del mismo modo que se cuida de quienes ya pertenecen a la comunidad.

Hasta el momento he señalado tres características destacadas de las relaciones configuradas por la virtud de la justa generosidad: son relaciones comunitarias que involucran a los afectos; no se reducen a relaciones de largo plazo de los miembros de una comunidad, sino que incluyen las relaciones de hospitalidad hacia extraños que estén de paso y, mediante el ejercicio de la virtud de la misericordia, incorporan a todos aquellos con cuya necesidad urgente se ven confrontados los miembros de la comunidad. Al hablar del tipo de acción que surge de la justa generosidad, he dicho que está «fuera de todo cálculo», pero es necesario puntualizarlo ahora. La justa generosidad exige que no se hagan cálculos en un sentido concreto: no puede esperarse una proporcionalidad exacta entre lo que se da y lo que se recibe. Como ya dije antes, aquellos de quienes se espera recibir algo y de quienes y de quienes probablemente se reciba no serán casi nunca las mismas personas a las que se ha dado; y no existen límites determinados de antemano para lo que uno está obligado a dar, y que puede exceder en mucho lo que se ha recibido: no es posible calcular lo que uno debe dar a partir de lo que uno ha recibido. Existe, sin embargo, otro sentido en que el cálculo prudente no sólo está permitido, sino que lo requiere la justa generosidad. Si una persona no trabaja para tener algo en propiedad, no tendrá nada que dar; si no ahorra, sino que sólo consume, cuando llegue el momento en que el prójimo necesite su ayuda urgentemente, carecerá de los recursos necesarios para ayudar. Si da a quienes no están realmente en una situación de necesidad urgente, puede no tener suficiente para dar a quienes sí lo estén. De manera que son necesarias la laboriosidad para obtener, la economía para ahorrar y el criterio para discriminar en lo que se da; y éstos también son otros aspectos de la virtud de la templanza.

Es importante observar que a estas virtudes del dar hay que añadir las virtudes del recibir: virtudes como saber mostrar gratitud, sin permitir que la gratitud se transforme en una carga, la cortesía hacia quien da con poca elegancia y la paciencia hacia quien no da lo suficiente. El ejercicio de estas últimas virtudes supone siempre el reconocimiento sincero de la dependencia; por esa razón, carecerán de ellas quienes pretendan olvidar su dependencia y no estén bien dispuestos para recordar los beneficios que los demás les han conferido. El megalopsychos de Aristóteles es un ejemplo destacado, quizás es el ejemplo más destacado de esta clase de mal carácter e incluso de la incapacidad para reconocer su maldad; de él dice Aristóteles, con aprobación, que «se siente avergonzado de recibir favores, porque es señal de superioridad conceder favores y de inferioridad recibirlos»[6]. Así es que el megalopsychos olvida lo que ha recibido, aunque recuerda lo que ha concedido, y no le gusta que le recuerden lo primero, aunque escucha con agrado la rememoración de lo segundo[7]. Es posible reconocer en ellos la ilusión de la autosuficiencia, una ilusión aparentemente compartida por Aristóteles, muy característica de los ricos y poderosos en muchos lugares y en distintas épocas, y que por eso resultan excluidos de cierto tipo de relaciones comunitarias. Al igual que sucede con las virtudes relacionadas con el dar, las del recibir son necesarias para mantener precisamente la clase de relaciones comunitarias por medio de las cuales ja de aprenderse el ejercicio de estas virtudes. Quizá no sea sorprendente, por eso, que desde el punto de vista de tales relaciones, la necesidad y la necesidad urgente han de ser entendidas bajo una luz particular. Lo más probable es que una persona que se encuentre en una necesidad imperiosa necesite inmediatamente alimento, bebida, ropa y vivienda; pero cuando estas primeras necesidades han sido satisfechas, lo que se necesita con una mayor urgencia es ser admitido o readmitido en alguna posición reconocida dentro de una red de relaciones comunitarias, donde se le reconozca como miembro activo de una comunidad deliberativa: una posición que le permita ganarse el respeto de los demás y de sí mismo. No obstante, el respeto de los demás no es la forma fundamental de la consideración humana que exige este tipo de vida comunitaria y falta preguntarse por qué no.

Entre aquellos que se encuentran en una necesidad imperiosa tanto dentro como fuera de una comunidad, hay generalmente individuos cuya discapacidad extrema es de tal naturaleza que sólo pueden ser miembros pasivos de la comunidad: carecen de capacidad para reconocer, no pueden hablar o al menos no pueden hacerlo de manera inteligible, sufren pero no actúan. Ya he planteado anteriormente que sería importante que los demás pensáramos, respecto a la condición de estos individuos: «Yo podría haber sido él». Pero ese pensamiento debe traducirse en una clase de consideración especial; el cuidado que se requiere de los demás y el cuidado que los demás requieren de uno exigen una entrega y una consideración que no esté condicionada por las contingencias de una lesión, una enfermedad o cualquier otra aflicción. La consideración hacia otro puede ser destruida por lo que el otro haga: por decir graves mentiras o bien por actos de crueldad, traición, opresión o explotación; pero si esa consideración pudiera verse reducida o desapareciera por lo que suceda al otro, por sus padecimientos, entonces no se trataría de la clase de consideración que exigen las relaciones comunitarias (incluidas las relaciones con quienes no pertenecen a la comunidad) que permiten que se logre el bien común).


[1] Santo Tomás, Summa Theologiae IIa-IIae, 30, 1.

[2] Ibid., 31, 3.

[3] Este es un aspecto de la explicación de santo Tomás que pasa inadvertido en el, por otra parte, esclarecedor argumento de Arnhart, pensado para mostrar cómo las tesis de santo Tomás sobre la ley natural son compatibles con un entendimiento biológico de la naturaleza humana, ibid., pág. 260.

[4] Ibid., 31, 3, ad. 1.

[5] Ibid., 30, 4.

[6] Aristóteles, Ética nicomáquea 1124b, 9-10.

[7] Ibid., 12-18.

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About Martin Montoya

I am Professor of Ethics, Philosophical Anthropology, and History of Contemporary Philosophy at the University of Navarra, researching on practical philosophy.
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