Quevedo, Amalia. 2006. En el último instante. La lectura contemporánea del sacrificio de Abraham, Ediciones Internacionales Universitarias S.A: 180-183.
[Según Derrida] la decisión de Abraham es absolutamente responsable porque responde de sí ante el otro absoluto. Paradójicamente es también irresponsable porque no está guiada ni por la razón ni por una ética justificable ante los hombres o ante la ley de algún tribunal universal. Todo ocurre como sin no se pudiera ser responsable a la vez ante el otro y ante los otros, ante los otros del otro (Jacques Derrida, Dar la muerte, 78, (..) con modificaciones [a] la traducción de Cristina de Peretti y Paco Vidarte, Paidós, Barcelona, 2000).
Derrida no duda en calificar de extraño, paradójico y terrorífico el nexo que une lo que tanto el sentido común como la razón filosófica han tenido siempre separados: la responsabilidad y el silencio; «Contrato extraño, paradójico y terrorífico también, aquel que vincula la responsabilidad infinita con el silencio y con el secreto». Lo que la filosofía y el sentido común comparten es la evidencia del vínculo existente entre la responsabilidad y el no-secreto, la publicidad, la posibilidad, la necesidad incluso de dar cuenta, de justificar o asumir el gesto y la palabra ante los otros. «Aquí, por el contrario, aparece con la misma necesidad, que la mía, completamente singular, puesto que nadie puede obrar en mi lugar, implica no sólo el secreto, sino que, no hablándole a los otros, yo no rinda cuentas, no responsa de nada, y no responsa nada a los otros o ante los otros. Escándalo y paradoja a la vez. La exigencia ética se rige, según Kierkegaard, por la generalidad; y define, pues, una responsabilidad que consiste en hablar, es decir, en adentrarse en el elemento de la generalidad para justificarse, para rendir cuentas de la propia decisión y responder de los propios actos. Ahora bien, ¿qué nos enseñaría Abraham en ese abordaje del sacrificio? Que lejos de asegurar la responsabilidad, la generalidad de la ética lleva a la irresponsabilidad. Ella insta a hablar, a responder, a rendir cuentas, así pues, a disolver mi singularidad en el elemento del concepto» (Jacques Derrida, Dar la muerte, 63).
Difícilmente cabría pensar una lectura más deconstructora de Kierkegaard, en la que, desplazando sus propios argumentos, se llegue al final a conclusiones tan insospechadas. Pero éste no es aún el final. Derrida continúa extrayendo consecuencias de su lectura; Aporías de la responsabilidad: siempre se corre el riesgo de no poder acceder, para formarlo, a un concepto de la responsabilidad. Porque la responsabilidad exige por una parte la rendición de cuentas, el responder-de-sí en general, de lo general y ante la generalidad: la sustitución; y, por otra parte, la unicidad, la singularidad absoluta: la no-sustitución, la no-repetición, el silencio y el secreto. Lo que se dice aquí de la responsabilidad vale también para la decisión. La ética me arrastra a la sustitución, domo lo hace la palabra. De ahí la insolencia de la paradoja: para Abraham, según Kierkegaard, la ética es la tentación, a la que debe resistir. Abraham se calla para desarmar la tentación moral que, bajo pretexto de llamarlo a la responsabilidad, a la auto-justificación, le haría perder, junto con la singularidad, su responsabilidad última, su responsabilidad absoluta, injustificable y secreta ante Dios. Ética como irresponsabilización, contradicción insoluble y paradójica entre la responsabilidad en general y la responsabilidad absoluta. La responsabilidad absoluta no es una responsabilidad, en cualquier caso no es una responsabilidad general o en general. Ella ha de ser absolutamente y por excelencia excepcional o extraordinaria: como si la responsabilidad absoluta no debiera ya depender de un concepto de responsabilidad y debiera permanecer inconcebible, impensable incluso, para ser aquello que debe ser: irresponsable, por ser absolutamente responsable (Jacques Derrida, Dar la muerte, 63-64).
Para intentar comprender lo que separa al filósofo danés del francés, podríamos decir que, mientras que el horizonte de Kierkegaard abraza tanto la filosofía como la fe, privilegiando a esta última, el horizonte de Derrida excluye esta trascendencia, no siendo otro que el que ha venido dominando el panorama filosófico tras la declaración nietzcheana de la muerte de Dios. Pero Derrida rechaza explícitamente esta noción de horizonte. Más fácil es señalar lo que le une a Kierkegaard, a saber, la crítica al racionalismo, la voluntad de superar a Hegel. Si Kierkegaard ataca la ética racional y el ámbito general de los conceptos desde la atalaya de la fe, Derrida lo hace desde uno de los puntos más fuertes de su pensamiento, a saber, su comprensión de lo singular, o lo que a mí me gusta llamar su «metafísica de lo finito», a pesar de que Derrida tampoco acepte la metafísica.
No es la gran noción del deber absoluto cara a Dios la que pondrá en jaque la ética. Como es habitual en Derrida, es un concepto sin carrera filosófica, un concepto que hasta ahora todos habían tomado por lateral, el que constituirá el fulcro de su lectura de Abraham. Me refiero al secreto. Por esto, Derrida, que no sólo quiere poner en entredicho a Hegel, sino a la entera filosofía occidental, escribe: «El secreto es, en el fondo, tan intolerable para la ética como para la filosofía o la dialéctica en general, de Platón a Hegel» (Jacques Derrida, Dar la muerte, 65). No estamos aquí ante una suspensión teleológica de lo ético, efectuada en razón de una instancia más alta. Estamos ante un típico gesto derridiano, que, sin reconocer ni apelar a instancias superiores, descubre, en el interior mismo de un concepto -en este caso el de responsabilidad- la contradicción que intrínsecamente lo encenta y contamina -el secreto-. Es así como el concepto de responsabilidad entraña de suyo -y ésta es la paradoja- la irresponsabilidad. La responsabilidad que consiste, como su nombre indica, en ser capaz de responder de los propios actos y dar cuenta de ellos, exige y entraña, según Derrida, la irresponsabilidad: a saber, en no estar precedida ni sustentada por la conceptualidad y generalidad que implica el rendir cuentas. La auténtica responsabilidad es irresponsable a la manera de una decisión puramente singular y exenta, en la que el yo se empeña con independencia de instancias externas a la decisión misma, y en primer lugar del concepto que la despojaría de su índole única y singular, convirtiéndola en una mera repetición, en una traducción siempre retrasada de una idea rectora precedente. En lugar de una suspensión teleológica de lo ético, [Derrida introduce] una encentadura que muerde y contamina, ab initio, la responsabilidad con la irresponsabilidad.
La ética puede entonces estar destinada a irresponsabilizar -sostiene Derrida-. Haría falta algunas veces rechazar la tentación que proviene de ella, es decir la propensión o la facilidad, en nombre de una responsabilidad que no tiene que echar cuentas ni rendir cuentas al hombre, al género humano, a la familia, a la sociedad, a los semejantes, a los nuestros. Una responsabilidad así guarda su secreto, una responsabilidad así no puede ni debe presentarse. Indómita y celosa, rechaza la auto-presentación ante la violencia que supone el pedir cuentas y justificaciones, el exigir la comparecencia ante la ley de los hombres. Rehúsa la autobiografía, que es siempre auto-justificación, egodicea (Jacques Derrida, Dar la muerte, 64).