Quevedo, Amalia. 2006. En el último instante. La lectura contemporánea del sacrificio de Abraham, Ediciones Internacionales Universitarias S.A: 55-57.
Kierkegaard juega con dos silencios. En primer lugar, el silencio de Abraham respecto al futuro, a lo que ha de ocurrir en el monte Moriah, y el de Isaac respecto al pasado, a lo sucedido en aquella cima. En segundo lugar, el silencio que surca el relato mismo del Génesis, todo lo que éste calla: del tiempo anterior al viaje, del trayecto, de lo sucedido en el monte y, sobre todo, de lo que pasa después. Lo más importante en esta historia, lo que la hace más terrible y fascinante a la vez, no es tanto lo que en ella se define, cuanto el amplio espectro de posibilidades que en ella se abren. Posibilidades contradictorias hasta el absurdo, excluyentes hasta el dolor. Abraham es un hombre sin salida, atrapado entre el imperativo divino y el asesinato del ser al que ama, escindido por la más lacerante y desgarradora contradicción. Ante esta exigencia letal, todo racionalismo palidece, reducido a cenizas volátiles de ideas sin vida y hechos consumados que ya no palpitan entre el sí y el no.
Las categorías de la razón se desorbitan y enloquecen al enfrentarse con el escándalo de Abraham. Como hombre de fe, como pensador que no se hace cómplice ni heredero de la muerte de Dios, Kierkegaard respeta la soberanía del acto. Pero no ignora que nuestras vidas se desarrollan en el ámbito de la potencia y que el hombre es, ante todo, un ser enfrentado a la posibilidad. Es precisamente en la conjugación de la posibilidad móvil con la trascendencia donde se forja nuestro destino; el de cada uno no menos que el de Abraham.
Si la grandeza de un hombre se mide -según Kierkegaard- por la de aquello que ama, por el tamaño de su esperanza, por la talla de su contrincante y por aquél en quien deposita su fe, Abraham es el más grande de todos los hombres. Pues él es el que ama a Dios, el que espera lo imposible, el que batalla con Dios y cree en Él. Abraham es «grande porque poseyó esa energía cuya fuerza es debilidad; grande por su sabiduría, cuyo secreto es locura, grande por la esperanza cuya apariencia es absurda; y grande a causa de un amor que es odio a sí mismo» (Søren Kierkegaard, Temor y temblor, 71. Traducción ligeramente modificada de la edición de Vicente Simón Merchán, Nacional, Madrid, 1981).
El regusto paulino de estas paradojas es innegable. Especial interés reviste la esperanza, de absurda apariencia, por su relación con el tiempo. «Cada uno de nosotros perdurará en el recuerdo, pero siempre en relación con la grandeza de su expectativa: uno alcanzará la grandeza porque esperó lo posible y otro porque esperó lo eterno, pero quien esperó lo imposible, ése es el más grande de todos» (Temor y temblor, 71). La esperanza de Abraham no es algo inerte, es una espera viviente, que se declina según el tiempo y se transforma de expectativa posible en esperanza imposible y absurda, más aún, indeseable. «A Abraham le fue prometido que en su simiente serían benditos todos los linajes de la tierra. Pasaba el tiempo, la posibilidad continuaba como tal y Abraham seguía creyendo; pasaba el tiempo, la posibilidad se hizo absurda, pero Abraham continuó en su fe» (Temor y temblor, 71).
A la esterilidad de Sara, que ya convertía la esperanza en una especie de alocada ilusión, viene a sumarse la edad, el paso inexorable del tiempo, «ese taimado poder que de todo se adueña, ese enemigo vigilante, siempre insomne, ese viejo que sobrevive siempre a todo» (Temor y temblor, 74). El prodigio de la fe estriba, para Kierkegaard, en que Abraham y Sara, en su ancianidad, fueran ambos lo suficientemente jóvenes como para anhelar aún el regocijo de ser padres. Es la fe que los ha conservado en ese deseo que los hace jóvenes a pesar de su avanzada edad.
El cumplimiento de la promesa exige, además de la intervención divina, que el hombre aún la desee y esté dispuesto a cooperar para que se realice. De otro modo, bajo el peso del tiempo la promesa puede degenerar en maldición. Por esto ha dicho Stendhal que la mejor manera de castigar a un hombre consiste en concederle todo lo que desea.
No cabe esperanza más colmada ni destino más trágico que el de Abraham. Lo que se le pide no es sólo sacrificar al hijo, sino la promesa misma que ha alentado sus días, «ese magnífico tesoro, tan antiguo en el corazón de Abraham como su propia fe, y con muchos más años que Isaac, ese fruto de la vida de Abraham, santificado por sus plegarias, madurado en el combate [y en el destierro -añadiría yo-], esa bendición en boca de Abraham, ese fruto había de serle prematuramente arrancado y perder con ello todo su sentido, pues ¿qué sentido podía encerrar si había de sacrificar a Isaac?» (Temor y temblor, 75).