Quevedo, Amalia. 2006. En el último instante. La lectura contemporánea del sacrificio de Abraham, Ediciones Internacionales Universitarias S.A: 53-54.
[En Temor y temblor, en una de las posibilidades que plantea Kierkegaard como alternativa final para el pasaje bíblico del sacrificio de Abraham, hay una exigencia de silencio]. Abraham le pide explícitamente a Dios que guarde el secreto para que Isaac no llegue a conocerlo. Ahora bien, si éste es el modo de obrar «espléndido y grandioso» pero al margen de la fe, ¿por qué no se inmola Agamenón en lugar de Ifigenia? ¿Acaso porque Ifigenia misma se llena de coraje al final y se ofrece voluntariamente como víctima? No parece. La sustitución no es algo que esté en manos de aquél de quien se exige el sacrificio; está reservada a quien lo ordena. Tanto en el caso de Isaac como en el de Ifigenia habrá un sustituto animal. Y aunque la sustitución difiere esencialmente en ambos casos, responde a una iniciativa de la divinidad. Ifigenia, a diferencia de Isaac, llega a ser efectivamente inmolada: «El sacerdote tomó la espada e hizo su oración, mientras escrutaba su cuello [el de Ifigenia], para hincar allí un golpe seguro. (…) ¡Y de repente sobrevino un milagro espectacular! Pues todo el mundo percibió claramente el ruido del golpe, pero nadie vio a la joven, por dónde desapareció en la tierra. Dio un grito el sacerdote, y todo el ejército respondió con un griterío, al contemplar aquel inesperado prodigio realizado por algún dios, que ni siquiera viéndolo se podía creer. Pues una cierva, en los pálpitos de la agonía, yacía en el suelo; era de un gran tamaño y admirable aspecto; el altar de la diosa estaba regado de arriba abajo con su sangre. Y a esto Calcante (…), lleno de gozo, dijo: (…) ¿Veis esta víctima del sacrificio, que la diosa ha aportado a su altar, una cierva montaraz? Aprecia más esta víctima que a la muchacha para no manchar su altar con una sangre noble. Propicia acogió el sacrificio, y nos concede un viento favorable y el asalto al Ilión» (Eurípides, Ifigenia en Áulide, 1578-1597. Traducción de Carlos García Gual y Luis Alberto de Cuenca y Prado, Gredos, Madrid, 1979).
Es así como habla el mensajero enviado por Agamenón. Pero este testigo presencial no se limita a relatar lo que ha visto. Dirigiéndose aún a Clitemnestra, esposa de Agamenón y madre de Ifigenia, añade: «Tu hija voló evidentemente hacia los dioses. Deja tu dolor y desecha el rencor contra tu esposo [La exhortación dirigida a Clitemnestra de abandonar todo rencor contra Agamenón por el sacrificio de Ifigenia dista mucho de ser trivial. En Las Coréforas, de Esquilo, Clitemnestra mata a Agamenón a su regreso de Troya y justifica este crimen invocando, entre otros, el asesinato de su hija Ifigenia]. Desde luego los designios de los dioses son imprevisibles para los hombres. Pero ellos salvan a los que aman» (Ifigenia en Áulide, 1608-1611). El mensajero que antes aseguró que «nadie vio a la joven, por dónde desapareció en la tierra», afirma ahora, como algo evidente, que ella «voló hacia los dioses». El testigo de visu de los acontecimientos se ha transformado en testigo de una fe. También el coro, cuando ratifica: «¡Cómo me alegro al oír estas noticias del mensajero! Anuncia que tu hija vive y habita entre los dioses» (Ifigenia en Áulide, 1612-1614).
¿No es éste un final feliz, más digno de una película de Hollywood que de una tragedia griega? No lo es. Subsiste la contradicción inherente al sacrificio. Esta contradicción no desaparece nunca; ni en el descenso del Moriah, como muestra Kierkegaard a través de sus cuatro versiones, ni en el ascenso de Ifigenia al Olimpo. Clitemnestra la expresa bien cuando se dirige a la hija para cuestionar la posibilidad misma de dirigirse a ella: «¡Ay, hija! ¿Qué dios te ha raptado? ¿Cómo voy a dirigirme a ti?» (Ifigenia en Áulide, 1615-1616).