Safranski, Rüdiger. 2017. Tiempo. La dimensión temporal y el arte de vivir, Tusquets Editores: 33-35.
En torno al año 1800, los románticos se mostraron especialmente receptivos para el oscuro y amenazante misterio del tiempo vacío. Decoraron el aburrimiento, lo mismo que lo abismal en general, con encanto literario. Su receptividad para ese tema tenía presupuestos subjetivos y objetivos. Subjetivamente estaban demasiado hambrientos de vivencias para hallar satisfacción en la normalidad de la vida, y se aburrían. Por otra parte, notaban también con mayor claridad los signos de un cambio objetivo: el desencanto por la incipiente racionalización y mecanización de las relaciones de la vida burguesa. Por tanto, los románticos, que habían pasado por la escuela de la sensibilidad y del culto al yo, eran receptivos al aburrimiento, porque estaban demasiado ocupados consigo mismos y demasiado poco con la realidad, y también eran sensibles en sumo grado para los cambios que se realizaban en la realidad social externa. Eichendorff escribe: «¿No podría una nación entera estar invadida por un aburrimiento interno, por la auténtica madre nutricia de todos los vicios, en medio de la mayor avidez de actividad externa?» (Joseph von Eichendorff, cita tomada de Pikulik, Romantik als Ungenügen an der Normalität, pág. 225).
Con los románticos comienza la carrera del aburrimiento como gran tema de la modernidad. Ellos crearon una forma literaria válida para una experiencia que es todavía la nuestra, y por esta razón hablamos aquí de ellos. Una descripción especialmente densa del aburrimiento se encuentra en William Lovell, novela de juventud de Ludwig Tieck:
Sin duda el aburrimiento es el tormento del infierno, pues hasta ahora no he encontrado un tormento mayor; los dolores del cuerpo y del alma ocupan al espíritu, el desdichado se quita de encima el tiempo con quejas, y bajo la multitud de ideas que asaltan a uno, las horas vuelan rápidas y sin notarse. Pero tal como están sentados ahí, lo mismo que yo, y se miran las uñas, van de un lado para otro en la habitación, para sentarse de nuevo, se frotan las cejas para reflexionar sobre algo, no se sabe sobre qué; y luego empiezan de nuevo a mirar desde la ventana, para poderse sentar después en el sofá con el propósito de cambiar, ¡ay!, mencióname una pena tan grande como este cáncer, que devora poco a poco el tiempo, y donde se mide minuto a minuto, donde tan largos son los días y tantas son las horas, y después de un mes uno grita sorprendido: “¡Dios mío, qué fugaz es el tiempo!…” (Ludwig Tieck, William Lovell, pág. 390)
Ahí tenemos la descripción de un aburrimiento momentáneo, que es bastante atormentador. En una obra posterior, las Conversaciones nocturnas, Tieck describe un aburrimiento:
¿Nunca en tu vida has sentido un aburrimiento muy intenso? Me refiero a aquel que pesa medio quintal, que penetra hasta el fondo más profundo de nuestro ser y se aposenta allí con firmeza, no al que podemos echar fuera con un corto suspiro o a una simple carcajada, o al que se disipa abriendo un libro ameno. Hablo de aquella turbia morosidad de la vida que, como si estuviera enmarcada en piedra, no nos permite siquiera un bostezo, sino que incuba en sí mismo sin que de allí salga ninguna cría, de aquella quietud tan silenciosa y desértica como las millas de llanura de Lüneburg, de aquella estancación de la perpendicular del alma en comparación con la cual el disgusto, la inquietud, la impaciencia y la contrariedad merecen llamarse todavía sensaciones paradisiacas (Ludwig Tieck, Abendgespräche [Conversaciones nocturnas], cita tomada de Pikulik, op. cit., pág. 227)