El problema de la libertad es el problema de la relación del hombre con el bien y con la verdad. Todo hombre busca, en cierto modo, alcanzar la verdad. Su vida entera se desarrolla en una continua aspiración por conocer la vía que conduce correctamente a la felicidad. Por ello, la relación de la vida humana con el bien y la verdad no es meramente teórica, sino que se resuelve definitivamente en la vida práctica, en el ámbito de las acciones y en la forma como el hombre –a partir de sus actos– puede construir ese camino hacia su plenitud. Como bien lo indicó Wittgenstein, con el conocido temperamento que mostraba para afirmar sus ideas sobre aquello que poseía un valor vital para el sujeto: “si se me dijera algo que fuera una teoría, yo diría, ¡no, no! Eso no me interesa: no sería exactamente lo que estaba buscando”.
El principio fundamental de este desarrollo humano es la libertad. Si el hombre es capaz de encontrar y recorrer el camino de su felicidad, entonces la vía correcta, el camino del bien y la verdad, no se pueden dar sin el libre albedrío. La búsqueda de la verdad es la garantía de la eficacia de la acción humana en el mundo. La prueba de esta afirmación se encuentra en la creatividad de los actos humanos. No en la simple incapacidad de predecir los productos de su actuar, sino en la capacidad del agente de materializar algunas de las infinitas posibilidades que puede tener para alcanzar el bien. La acción humana por su peculiar constitución racional, posee una eficacia que no es asimilable a la de la naturaleza, donde la totalidad de las posibilidades se encuentran restringidas en su misma formalidad. Solo el hombre posee la capacidad de multiplicar sus posibilidades de acción, de crecer por medio de su aprendizaje, de desarrollar hábitos operativos y de erguirse por encima de muchas de sus limitaciones para conducir el mundo y a sí mismo a lo que debe ser.
Paradigma de entender la libertad como un problema son las discusiones en ámbito anglosajón, que intentan mostrar el vivo interés del hombre por la búsqueda de los fundamentos de su acción, pero que no consigue dar con ellos. La problemática de la forma de cómo el hombre se puede aproximar a la realidad es el problema sobre cómo puede conocer el mundo creado y a los demás seres vivos, en cuyo pináculo se encuentra el hombre mismo. Las dos formas de aproximación a la realidad –la científico-experimental y la metafísica– no tendrían que contraponerse. Sin embargo, serán irreconciliables si no se admite la posibilidad de un conocimiento trascendental de la realidad. Esto significa la admisión de la metafísica como ciencia capaz de describir correctamente los fundamentos del mundo, evitando los problemas que una aproximación meramente empírica puede acarrear al análisis de la libertad.
David Hume, por ejemplo, expone un empirismo radical que elimina el concepto de causalidad. Hume afirma correctamente que no existe una conexión necesaria entre el efecto y la causa. Este esquema es trasladado a la relación de la voluntad con sus acciones. Sin embargo, esta teoría se ve contradicha en su explicación de la acción humana. El autor escocés establece una conexión necesaria al indicar que la inteligencia es esclava de las pasiones. En Hume esta afirmación es importante para demostrar la efectividad de los actos humanos. Sin embargo esta explicación corre el peligro de perderse por la eliminación de la causalidad.
La postura de Hume se basa en la afirmación de dos tipos de libertades: libertad de espontaneidad y libertad de indiferencia. La libertad de espontaneidad estaría en contraposición a la constricción externa, mientras que la libertad de indiferencia sería contrapuesta a la incapacidad de poder actuar de un modo diferente a como se hizo en el pasado. De esta forma, a pesar de que el agente puede encontrarse determinado por su carácter, sería libre si no encuentra obstáculos que dificulten la espontaneidad de sus deseos.
Hume indica que la imposibilidad del agente de poder cambiar su carácter es la razón suficiente para asignarle la responsabilidad moral por sus acciones. Para Hume la forma de asignar el castigo por un delito es por la posibilidad de que el agente pueda cometerlo nuevamente. La predicción de la acción a partir del carácter inmutable del agente sería la condición que garantizaría la asignación de la responsabilidad moral. De este modo, Hume abandona la posibilidad de que las acciones sean intrínsecamente buenas o malas. Esta es una consecuencia del impedimento del paso de las proposiciones que indican ser hasta las que indican el deber ser. Las acciones no serían buenas o malas en sí, porque no habría nada en ellas que indicase la necesidad de que debieran ser de un modo u otro.
Las propuestas de Hume tienen una cierta continuidad en las de John Stuart Mill. Este autor parte de las afirmaciones empiristas de Hume acerca de la causalidad. Sin embargo, se distancia de él en cuanto al valor de las acciones y la capacidad del agente de modificar su carácter.
Para Mill, todo conocimiento que parta desde la experiencia tiene un valor hipotético. Por otro lado, las ciencias obtienen su coherencia desde las proposiciones de valor universal. Así, la observación del carácter del agente solo puede tener un valor hipotético, por tanto no se puede afirmar su incapacidad de cambiarlo. De este modo, Mill presenta un contra argumento a la postura de Hume de la incapacidad del agente de modificar su carácter. Solo así el autor puede afirmar que la libertad del agente puede causar las acciones por encima de las determinaciones del carácter. Para Mill, la autonomía del sujeto debe ser absoluta si es que se quiere fundamentar en la libertad el camino hacia la felicidad.
Sin embargo, para asegurar la responsabilidad moral y el orden social, las acciones deben ser calificadas de buenas o malas. El objeto de valoración ya no se encontraría en el carácter, que en Mill ha perdido su valor absoluto, sino que se traslada hacia un ideal. El ideal que se presenta es el del Utilitarismo de Bentham, pero con la indicación de que la búsqueda utilitarista de placer no es para el sujeto singular, sino para todos los agentes de la sociedad.
Las acciones del agente podrían ser valoradas de acuerdo a las máximas de su actuar particular, las cuales se insertarían en la máxima del Utilitarismo. La mejor opción para la acción sería aquella que se aproxime más al ideal utilitarista. Para garantizar la imperatividad de las máximas del actuar particular, Mill introduce en su explicación una diferencia cualitativa de placeres. Los placeres más altos serían aquellos que se identifiquen más plenamente con la máxima del Utilitarismo. Sin embargo la relación necesaria que se establece entre deseo y objeto deseado, lleva a que la postura de Mill vuelva a problematizar la libertad humana.
El giro lingüístico del análisis de la libertad parte de George Eduard Moore. Las propuestas de este autor recorren casi la totalidad de la historia de la filosofía contemporánea. Moore analiza desde el lenguaje ordinario los sentidos de la construcción verbal poder hacer. Por medio de este análisis pone en evidencia la relación de poder y posibilidad, pero con una primacía del poder del agente sobre sus posibilidades. El agente tendría la capacidad de actuar por encima de sus limitaciones, como es el caso de las creencias que en algunos sentidos serían más que meras posibilidades, ya que podrían configurar la acción del sujeto. Esta afirmación revela la postura de Moore con respecto a la libertad: el sujeto sería causa de sus acciones, pero puede tener el poder de modificar los factores que determinan su actuar. Así, el agente podría actuar de un modo diferente a como lo hizo en el pasado.
Moore afirma correctamente que las posibilidades reales de acción se dan por referencia al conocimiento que el agente posee de la realidad. Sin embargo, las dificultades de sus propuestas se evidencian cuando se relaciona al sujeto cognoscente con la verdad. En este autor, el conocimiento de la realidad es isomórfico. A través de la percepción no se podría obtener más conocimiento que el de las cosas sensibles. Si este conocimiento agotase la realidad, entonces el agente se vería determinado por las cosas que le presentase su intelecto, o no podría tomar una decisión ante bienes relativamente iguales. Esto sería consecuencia de la explicación de Moore de la identidad de querer y poder, donde el deseo simple se confundiría con la decisión. Una cosa que se presentase como la más apetecible no podría ser rechazada y se incurriría en el determinismo. Por ello esta explicación de Moore se presenta contradictoria con su propuesta de separar el ámbito de lo bueno y de lo justo.
Moore critica a Hume y desarrolla una desnaturalización del bien. Explica que el bien no es ninguna propiedad del mundo, pero que se encuentra relacionada con él. El bien puede ser intuido, pero solo se podría encontrar en un ámbito donde la acción siempre fuera justa, porque no se podría haber elegido. No puede comparecer en el ámbito de lo relativo o perceptible por los sentidos, que pertenecería a la justicia. Por este motivo el agente no se encontraría determinado y la acción siempre es en cierto sentido injusta o imperfecta. Así, la justicia siempre se estimará por una referencia a diversos tipos generales de acciones, en los cuales se puede subsumir las acciones particulares para su calificación. Las acciones podrían ser justas por relación a estos referentes, pero no buenas o malas en sí. De este modo se realiza una separación entre lo bueno y lo justo que acompañará el resto de la historia de la moral y la ética anglosajona.
Las propuestas de Moore son ampliadas por Ludwig Wittgenstein. Este autor traslada los intereses de la ética desde las cosas hacia el agente. Para Wittgenstein la ética tiene que ver con lo que es vitalmente valioso para el sujeto. Por ello en su ‘Lecture on Ethics’ realiza una rectificación de las interpretaciones del Tractatus que hizo el positivismo lógico. Wittgenstein indica que la relación del hombre con lo que es valioso es incomunicable, pero no se puede decir que sea inexistente. Lo que es valioso poseería un valor absoluto para el sujeto, que en el momento de ser comunicado se trasladaría al mundo y se convertiría en algo relativo. Esto es consecuencia de la relatividad de las expresiones lingüísticas: no se puede dar a las palabras más valor que el que poseen. Para este autor, el lenguaje expresa lo perceptible y relativo, pero solamente muestra lo imperceptible y absoluto. Lo más íntimo del agente no podría ser analizado desde las proposiciones del lenguaje.
Las proposiciones de la ética no podrían encontrar un estado de cosas que haga referencia a ellas. Si hubiese un estado de cosas para tales proposiciones, éste tendría que ser semejante al libro que contuviese la totalidad de las proposiciones verdaderas del mundo. Este sería el ámbito de la necesidad lógica, donde no se podría actuar de un modo diferente a como se hizo en el pasado. Para Wittgenstein, esto es una quimera. Ningún estado de cosas puede tener una imperatividad absoluta.
Wittgenstein no anula la relación del hombre con el absoluto, si no que establece la imposibilidad de conocerlo desde el ámbito sensible. La relación del hombre con lo valioso y absoluto es una disposición de su mente. Al igual que Kant, Wittgenstein comprende que la necesidad y la libertad son dos esferas incompatibles si se diesen juntas a través de la percepción. Sin embargo, el positivismo del Círculo de Viena convertirá el ámbito lógico de la totalidad de las proposiciones verdaderas, en la gran tarea de las ciencias experimentales. Este objetivo llevará a que las ciencias empíricas identifiquen el ámbito de la totalidad de la verdad con el mundo perceptible, y al hombre como un fenómeno más del mundo.
Los planteamientos del Círculo de Viena sobre la libertad, se ven desarrollados en la obra Problems of Ethics de Moritz Schlick. Para este autor el problema de la libertad es un pseudoproblema generado por los equívocos que el lenguaje ordinario habría introducido en su análisis. Schlick indica que existen dos tipos de leyes. Las leyes de la naturaleza serían descriptivas y las leyes civiles serían prescriptivas. El comportamiento del agente se podría subsumir bajo una ley descriptiva, pero ésta solo podría ser universal para los casos en los que se cumpliera infaliblemente. Para el autor, ésta sería la ley de la motivación que se aplicaría a la mecánica general de los deseos del agente, y que indicaría que el mejor fin es el más placentero. Para Schlick la libertad es actuar por los propios deseos sin constricción externa, y la garantía científica de ello sería la imposibilidad de predecir las acciones particulares. La ley de la motivación no podría establecer una predicción del comportamiento particular.
En la obra de Schlick, el agente puede obedecer la ley por medio de un mecanismo interno llamado compulsión. Ésta, al igual que los deseos, puede ser causa de las acciones del sujeto. La compulsión sería una idea generada por el agente, por miedo al castigo que se produciría al quebrantar una ley. Tal idea surgiría con una fuerza capaz de inhibir las demás ideas, o acciones posibles, del agente. Schlick indica además que el deseo de sociabilidad, que se encuentra entre los más básicos del hombre, le empuja a obedecer las leyes que la sociedad ha establecido y que serían las que podrían llevar al máximo placer para todos. Sin embargo, estas propuestas no pueden evitar incurrir en el determinismo debido a la relación directa de deseos y objeto placentero que el autor establece en su explicación de la ley de la motivación.
Para Moritz Schlick la decisión del agente se identifica con la inclinación del deseo por la idea de un estado de cosas posible. La mejor posibilidad se encontraría en la idea más placentera. Así, el agente estaría determinado por sus deseos. Se dejarían de explicar los casos en los que el agente no es capaz de perseverar en su acción hacia un objetivo. Por otro lado, la compulsión presentaría el castigo con tal imperatividad que sería imposible al agente violentar la ley. Así, se dejarían de explicar los casos en que la ley es incumplida. Además, la libertad como sentimiento de actuar por los propios deseos se vería constreñida por la ley: el agente sería moralmente responsable, pero paradójicamente no sería libre. Sea a través de la ley o de los sentimientos, el agente se encontraría determinado, no podría actuar de un modo diferente a como lo hizo en el pasado, pero sería un sujeto moralmente responsable. Esto significaría una vuelta a los planteamientos de Hume.
Todas estas posturas difieren sustancialmente de la que Elizabeth Anscombe trató de rescatar en el ámbito anglosajón en los años cincuenta. Las ideas de la filósofa de Oxford se hacen presentes en la crítica a los autores mencionados. La importancia del silogismo práctico de Aristóteles se observa a través de dos críticas de Anscombe a la filosofía moderna. Primero, la designación de los deseos como única causa de las acciones, que llevaría a confundir causa y razón de una acción; y segundo, la descripción de las acciones desde la perspectiva de un observador externo, que podría conducir al olvido de la intención de la acción.
Las propuestas de Anscombe llevan a comprender la importancia de afirmar que las acciones del agente alcanzan su inteligibilidad a través de todo el proceso de la racionalidad práctica. Este tipo de uso de la racionalidad se dirigiría al objeto hacedero, proyectado en la idea práctica, pero en una operación que implicaría, en cada paso, los aspectos volitivos e intelectivos del agente. La verdadera determinación se encontraría en la intención de la acción, que a la vez indicaría el verdadero valor moral de la acción realizada. Ésta solo puede ser entendida en referencia a una coimplicación de fin y medios, en la cual el fin determina los medios y viceversa. La sucesiva temporalidad de la acción, permitiría de este modo su progresiva determinación y la reversibilidad de la misma, hasta el instante en que se realiza la acción, en que quedaría totalmente determinada. La voluntad podrá siempre determinar realmente al intelecto, deteniendo su deliberación para dirigirse hacia una acción siempre racional. Y el intelecto podrá determinar metafóricamente a la voluntad, presentándole las opciones que otorga su deliberación. La relación sería circular, con primacía de la voluntad, la cual no podría percibir su poder sin la presencia del intelecto.