Ratzinger, Joseph. 2012. Verdad, valores, poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista, Rialp: 81-84.
Tras el hundimiento de los sistemas totalitarios, que han dejado su huella en nuestro siglo, se ha impuesto en gran parte de la tierra la convicción de que, aunque la democracia no crea la sociedad ideal, en la práctica es el único sistema de gobierno adecuado. La democracia consigue la distribución y el control del poder, y ofrece la más alta garantía contra la arbitrariedad y la opresión, y el mejor aval de la libertad individual y el respeto de los derechos humanos. Cuando hablamos en nuestros días de democracia, pensamos ante todo en este bien: la participación de todos en el poder, que es expresión de libertad. Nadie debe ser objeto de dominio ni convertirse en un ser subyugado por otro. Cada cual debe aportar su voluntad al conjunto de la acción política. Sólo como cogestores podemos ser ciudadanos realmente libres. El verdadero bien que se persigue con la participación en el poder es, pues, la libertad e igualdad de todos. Pero como el poder no puede ser ejercido diariamente por todos de forma directa, es preciso delegarlo temporalmente. Aunque la delegación del poder se hace durante un plazo determinado, hasta las siguientes elecciones, requiere controles para que siga mandando la voluntad colectiva de los que han delegado el poder y no se independice la voluntad de los que lo ejercen. Muchos se paran al llegar aquí y dicen: cuando esté garantizada la libertad de todos, se habrá alcanzado el fin del Estado.
De este modo se declara que el fin auténtico de la comunidad consiste en otorgar al individuo la capacidad de disponer de sí mismo. La comunidad no tiene ningún valor intrínseco. Existe únicamente para permitir al individuo que sea él mismo. Pero la libertad individual sin contenido, que aparece como el más alto fin, se anula a sí misma, pues sólo puede subsistir en un orden de libertades. Necesita una medida, sin la que se convierte en violencia contra los demás. No sin razón los que persiguen un dominio totalitario provocan una libertad individual desordenada y un estado de lucha de todos contra todos para poder presentarse después con su orden como los verdaderos salvadores de la humanidad. La libertad necesita, pues, un contenido. Lo podemos definir como el aseguramiento de los derechos humanos. De manera más precisa podemos definirlo también como la garantía de la prosperidad de todos y del bien de cada uno. El súbdito, es decir, el que ha delegado el poder, «puede ser libre si se reconoce a sí mismo, es decir, si reconoce su propio bien el bien común perseguido por los gobernantes» [H, Kuhn, Der Staat. Eine philosophische Darstellung, Munich, 1967, p. 60.]
Estas reflexiones permiten que aparezcan junto a la idea de libertad, dos nuevos conceptos: lo justo y lo bueno. Aquélla y éstos, es decir, la libertad como forma de vida democrática y lo justo y lo bueno como contenido suyo, se hallan entre sí en un estado de tensión, que representa el contenido esencial de la lucha actual por la forma legítima de democracia y de política. En primer lugar, hay que decir que pensamos en la libertad, ante todo, como el verdadero bien del hombre. Los demás nos parecen hoy día discutibles, algo de lo que se puede abusar con extremada facilidad. No queremos que el Estado nos imponga una determinada idea de bien. El problema aparece más claro todavía cuando aclaramos el concepto de bien mediante el de verdad. En la actualidad, el respeto por la libertad del individuo parece consistir esencialmente en que el Estado no decida el problema de la verdad. La verdad, también la verdad sobre el bien, no parece algo que se pueda conocer comunitariamente. Es dudosa. El intento de imponer a todos lo que parece verdad a una parte de los ciudadanos se considera avasallamiento de la conciencia. El concepto de verdad es arrinconado en la región de la intolerancia y de lo antidemocrático. La verdad no es un bien público, sino un bien exclusivamente privado, es decir, de ciertos grupos, no de todos. Dicho de otro modo: el concepto moderno de democracia parece estar indisolublemente unido con el relativismo, que se presenta como la verdadera garantía de la libertad, especialmente de la libertad esencial: la religiosa y de conciencia.