Rodríguez Duplá, Leonardo. 2001. Ética, BAC: 16
Existe una conexión evidente entre los conceptos de acción y obligación, en el sentido de que toda obligación (o todo deber, es lo mismo) lo es de realizar una cierta acción, como cumplir lo prometido, socorrer al necesitado o perdonar al que me ofende. Por otra parte, las acciones, por estar bajo el imperio directo de nuestra voluntad, son los únicos segmentos de mi conducta que pueden considerarse plenamente libres y de los que, por tanto, debo sentirme plenamente responsable, mientras que los demás aspectos de la vida moral (sentimientos, deseos, actitudes) están a lo sumo bajo el influjo indirecto de la libertad. Ahora bien, si es el sentimiento de responsabilidad por nuestra conducta el que nos mueve a emprender el camino de la filosofía moral, no conformándonos con la guía que ofrece el saber moral espontáneo; y ocurre que de nada somos tan plenamente responsables como de nuestras acciones; nada tan natural como pensar que la ética ha de interesarse ante todo por el criterio que regula las acciones.
También la evolución de la filosofía moral a lo largo de su ya larga historia parece sugerir esta misma conclusión. Es verdad que la ética se constituyó en sus orígenes como doctrina de la vida buena. La pregunta que guiaba a los filósofos morales de la antigüedad clásica no era “¿qué debo hacer?”, sino “¿cuál es la vida mejor para el hombre?”. Sin embargo, muy pronto se advirtió que las dos preguntas estaban conectadas, pues la vida buena incluye como uno de sus requisitos imprescindibles la rectitud de la conducta. Solo el hombre justo puede ser feliz. Por eso decía Sócrates que es peor cometer injusticia que sufrirla.