Spaemann, Robert. 2014. Meditaciones de un cristiano. Sobre los Salmos 1-51. Fernando Simón (tr.) BAC, Madrid: 60-61.
Qué bueno, qué acabada es la belleza de un paisaje cuando la imagen del Crucificado hace presente su nombre en los montes y en los caminos. Porque en la imagen del Crucificado se percibe que la gloria de Dios es más que cualquier imagen directa suya. La imagen más directa es la del cielo, la luz. Dios es la luz, lo cual no es ninguna metáfora. La luz no es primariamente un fenómeno físico. ¿Ondas? ¿Corpúsculos? Nada de eso es lo que experimentamos como luz. Luz es lo que salvaguarda la apertura. Luz es lo que permite a lo distinto de nosotros mismos existir para nosotros, lo que «cancela la lejanía» (ene-fernt). Todo eso tiene menos que ver con la física que con la teología. Dice Platón que el bien es el fundamento de la visibilidad del mundo. La imagen «directa» de Dios es el sol. Nada es más natural que adorar a Dios en él. Pero Dios -dice el salmo [8, v. 2]- alza su gloria aun «sobre los cielos». Él mora en una luz «inaccesible». Y la imagen de esta luz inaccesible, del Amor eterno, solo puede ser una luz indirecta, paradójica: es la imagen del Crucificado. De ahí que esta imagen sea característica de un paisaje habitado por cristianos. Es el foco que nos recuerda que los sentidos deben recordarnos algo. No disminuye el júbilo por la belleza de la tierra, puesto que «Cristo, una vez resucitado de entre los los muertos, ya no muere más» (Rom 6,9)