Aquel hombre solitario, con el cabello revuelto y la mirada fija, seguía su paso con la firme intención de observar todo aquello que podía conocer con claridad. Había recorrido todo aquel lugar, del cual podía decir que no se le había escapado nada. Lo había contemplado y, sobre las cosas que había encontrado ahí, podía pensar y expresarse. En dicho espacio de lo pensable, determinado por el conjunto de sus experiencias, se encontraba todo aquello sobre lo que podía decir algo. Pero para contemplarlo y expresarlo había tenido que llegar hasta sus límites, más allá del horizonte. Aquella vez, en la que alcanzó a contemplarlo totalmente, tuvo que llegar al inmenso muro que lo separaba de todo lo que le era enigmático. Subió a él y, aún pegado a dicha pared pero del otro lado de ella, contempló la realidad pensable, tal vez sin darse cuenta de que para hacerlo, había tenido que cruzar aquella muralla y pasar a lo que él llamaba el espacio de lo impensable. ¡Había usado el espacio de lo impensable para contemplar y describir el espacio de lo pensable! ¿Es decir que pensó los objetos, pero sin darse cuenta de que estaba utilizando el pensar? Ludwig podía explicar los objetos que pensaba, pero le era imposible pensar con coherencia el hábito del pensar, no lo podía objetivar sin desvirtuarlo. Esta situación le era alarmante: solo el ámbito de lo lógico y sus objetos podía ser expresado, pero sobre el mismo pensamiento no podía expresarse con coherencia. Sobre lo existente y más real que los objetos lógicos, le era imposible pensar sin convertirlo en objeto del pensamiento. ¡Nada más cierto! Si se piensa sobre el pensamiento, deja de ser el pensamiento como real, para convertirse en objeto pensado. ¿Cómo poder escapar de esta situación? El deseo de Wittgenstein será rescatar, lo que es vitalmente importante, de las pretensiones de una razón lógico-empírica, que busca objetivarlo todo y manipularlo. Su actitud es existencial: deja en el ámbito de lo particular aquello que es más personal en el hombre, porque lo involucra directamente: el pensamiento, la religión, la ética y moral. Su intención en el Tractatus será poder rescatar lo real del ámbito de la objetivación del pensamiento lógico. Por eso el otro lado del muro, el espacio de lo impensable, no es inexistente, es simple y lógicamente incomprensible.
Pero no es una actitud exclusiva de Wittgenstein. Ya un siglo antes, otro hombre había intentado rescatar aquello que le era sagrado, de las pretensiones de una razón omniabarcante. Para Soren Kierkegaard la fe es la apertura al último estadio del hombre, que supera el ámbito de lo ético. La fe, el paso al estadio religioso, es salto irracional que individualiza al hombre, mientras la ética es el ámbito general de lo racional. La razón a la que Kierkegaard teme es la razón especulativa, aquella que Hegel convirtió en Absoluto, proceso necesario que elimina lo particular, la individualidad. La inspiración del danés es la crítica al filósofo alemán y asume los presupuestos de éste para refutarlos. Hegel pretendió superar la moralidad por la eticidad. El ámbito de lo moral, de aquello que definía lo que son las exigencias del deber personal entendido como normatividad es superado, en el filósofo de Stuttgart, por el ámbito ético de las costumbres y las instituciones, porque lo primero aliena al hombre del mundo: sus exigencias, como deber, son autoafirmación del individuo que lo desgajan de la vida del espíritu del mundo, que es –para Hegel– la razón en su proceso. Esta concepción pasa a Kierkegaard como ética de lo general, como normatividad universal de la razón expresada en las instituciones éticas. El individuo, al salir del estadio estético, acepta las obligaciones del estadio ético, pertenecientes a las instituciones, que son expresión de la ley universal de la razón, por ejemplo: el matrimonio. Sin embargo, la reflexión independiente y objetiva que otorga la razón en este estadio no resuelve los problemas más importantes, estos se solucionan a nivel existencial, como el caso de la relación con Dios. Seguir Su voz salta lo racional. El filósofo de Copenhague, por su experiencia propia, ha acertado al identificar el problema de la relación del hombre con Dios: no es una cuestión teórica, es práctica, del individuo, del ser personal. Pero su noción de razón es limitada. La suya es una reacción ante el enemigo común del hombre de su tiempo: la razón especulativa hegeliana.
Para ambos filósofos el problema es el mismo: la razón no resuelve los problemas del individuo, por tanto no le debe ser posible abarcarlos o hacerlos desaparecer como objetos. En ambos surge el mismo error. La concepción de razón que poseen es la contemporánea a ellos: una razón, sea especulativa o lógico-empírica, que manipula lo más personal del hombre. De este modo su actitud es comprensible. En Kierkegaard, la razón amenaza en devorarse al individuo mismo, dejarlo sin posibilidades de elección ya que la razón, como proceso necesario, abarca todo y es todo. Es un panteísmo que plantea la realidad como producto de la razón. Ante esto a Soren no le queda más que revelarse y denunciar el error: esto no resuelve el anhelo humano. Para Wittgenstein, lo que tiene ante sí es una razón empírica, que tiene la actitud de convertir todo en objeto de su lógica estática, pero al igual que Kierkegaard se da cuenta de que ésta no resuelve los problemas más reales de la humanidad –los del mismo Ludwig– , que se encuentran en el individuo, como la moral. Su actitud será la misma, convertir en inefable lo que es propio de la persona: lo más real es místico, incomprensible, inexpresable.