Schwarz, Balduin. 2004. Del agradecimiento, Encuentro: 16-19.
Otra motivación para contener y reprimir el agradecimiento puede hallarse en el hombre que arde en deseos de estar agradecido, mas, por así decirlo, no se atreve. Mientras que en los otros dos casos se da el deseo de no tener que llegar nunca a una situación en la que hubiera que reconocer auténtica benevolencia y se encuentra, por tanto, una particular complacencia en acumular material negativo, en el caso que ahora consideramos existe una auténtica aflicción producida por amargas experiencias de fingida benevolencia, de falso y engañoso amor, de forzado agradecimiento, etcétera. Un hombre de esta clase se asemeja al escéptico trágico, que, por profundo respeto a la verdad como tal, no se atreve a creer en ninguna verdad, que piensa que no encuentra en parte alguna. Le parecería una traición al amor dar al falso amor lo que sólo el auténtico merece. Un hombre de esta clase estará siempre a la caza de pruebas infalibles de la autenticidad de la benevolencia de sus prójimos y se enredará a sí mismo en el hecho de que nunca podemos «demostrar» cómo siente realmente el otro, no pudiendo, por tanto, estar nunca seguros. Cuanto más claramente es consciente del hecho de la inaccesibilidad por principio de una inspección directa de la estructura motivacional de otro hombre, tanto más se embrollará y menos encontrará el camino de una íntima relación con sus prójimos que esté libre de prejuicios. En cierto modo, la persona ingenua se halla en una actitud para con su prójimo menos onerosa que la de aquel que ha cobrado expresamente conciencia de que, en lo tocante a la motivación de las otras personas, no cabe ofrecer demostración alguna en estricto sentido. Merced a ésta, podrá la introspección reforzar su temor de que en cualquiera de los otros no se trate realmente de auténtica y desinteresada benevolencia. En su verdadera humildad y en su celo por evitar autoengaños, sólo ve muy clara en sí mismo la abundancia de motivación egoísta. Puede bien tener un trágico anhelo de encontrar el puro y auténtico amor, ante el cual la gratitud podría representar una respuesta plenamente justificada. Mas no ve que ésta se encuentra ya justificada allá donde sólo están mezclados fragmentos de buena voluntad y de verdadero amor con resortes motivacionales de otra naturaleza. Es, en último término, víctima de su anhelo de un «mundo absoluto». Es la «humildad de la realidad» lo que le falta. En un hombre de esta clase, se halla cegada la fuente del agradecimiento, está obstruido su brote, pero no faltan las aguas, pues aquí no hay ningún rechazo fundamental de la bondad como tal. Ese hombre no se siente amenazado por ésta en su autodominio, sino que, por el contrario, ama la bondad y la anhela profundamente. Un hombre de esta clase reconoce su necesidad de ayuda; no se niega a vivir como criatura. En este caso, no hay orgullo alguno que desprecie si una cabeza se inclina de humilde agradecimiento. Aquí se da más bien el vehemente deseo de que el agradecimiento sea justificado y el doloroso temor de que no lo sea.
Pero el flujo espontáneo de la gratitud puede contenerse y reprimirse aún de otra manera. Hay un tipo humano que se halla dispuesto a la suposición de que otro puede ser destinatario de auténtica benevolencia, pero que no es capaz de aceptar eso para sí mismo. Se ha hecho a sí mismo incapaz de creer que pueda ser aceptado y querido, pues se vive a sí mismo como indigno de amor. Aquí tocamos las esferas más secretas de la relación personal consigo mismo. Originariamente, todo hombre es en sí solidario consigo mismo y percibe la aceptación por parte de otro como algo natural. Pero por el lazo de la culpa, un hombre puede verse desterrado de ese plano de la ingenua aceptación de sí mismo y, desde entonces, le será preciso penetrar, por así decirlo, en lo profundo para poder darse cuenta de que, a pesar de todo, es, como persona, digno de aceptación. Puede ser que se trate asimismo en él de un cúmulo de complejos de inferioridad que, por decirlo así, hacen inaccesible a un hombre su propia profundidad personal. En tal caso, una vivencia de ser aceptado por un acto de auténtica benevolencia o de amor profundo puede representar una ruptura decisiva e iniciar algo así como una curación desde dentro. El que el hombre, al ser querido, sea como regalado a sí mismo es una realidad enigmática. La ingenua vanidad narcisista por la que un hombre se encuentra enamorado de sí mismo es exactamente lo contrario de la experiencia en que descubre que es digno de ser querido. Puede incluso que una cierta y noble sencillez vaya unida a la vacilación de creer en el amor. En esto las cosas se enredan unas con otras en misteriosa paradoja. Casi parece como si sólo el amor recibido pudiese garantizarme que yo soy digno de ser amado, tanto por los hombres como por Dios. Y aquí el dilema del hombre torturado por la sospecha se agrava trágicamente, pues, como no puede demostrar que el otro tiene realmente buena intención con él o que le quiere, no puede demostrar tampoco que sea digno de amor. Y, sin embargo, acontece que la actitud de sospecha respecto del amor y de los actos de benevolencia en que éste se hace sentir sólo puede disolverse gracias a la fuerza del amor recibido, de suerte que vuelva a fluir de nuevo la fuente de agradecimiento.



