Reseña a: Enrique R. Moros, La vida humana como trascendencia: metafísica y antropología en la Fides et Ratio, Eunsa, Pamplona 2008; ISBN: 9788431325923; 413 pp. Publicada en una versión reducida en Cauriensia.
“Los mapas pueden trazarse de muchísimas maneras, pero ninguno induce a delegar toda la autoridad sobre lo que significa en la variada subjetividad de sus diferentes usuarios”. La frase de S. Blackburn –citada por Dn. Enrique Moros y que forma parte de la metáfora con la que nos conduce a lo largo de su libro– nos hace recordar que desde que se tiene memoria, han existido exploradores que se han enfrentado al gran reto de introducirse por terrenos desconocidos, buscando las mejores rutas para llegar a su destino. Muchas veces parten de datos contradictorios o con mapas que son inconclusos, equivocados, que conducen a un callejón sin salida, que no muestran la totalidad de la realidad del terreno que se examina porque los hombres que los trazaron se contentaron simplemente por reducir sus objetivos, empequeñeciendo, de esta manera, las posibilidades de entender la totalidad de la realidad a partir de su trabajo.
Es así que la labor de trazar un mapa es un trabajo de exploración, un viaje en el que se comprueba la veracidad de aquellos otros mapas trazados con anterioridad, que indicaban una determinada realidad y que, al ser confrontados con el terreno explorado, evidenciaron su reduccionismo, su poca claridad. Sin embargo no todo puede ser erróneo en aquellos, y existirán mapas más veraces, que posibilitan adentrarse en la realidad explorada y que sobretodo –aunque no todo está plasmado en ellos– marcan correctamente la dirección del norte y que justifican, en cierta manera, su utilización, en correlación con una buena brújula.
El libro que ahora comentamos es una muestra de esta tarea. Es el resultado de una exploración de la vida humana, que se inicia en la confrontación de aquellos mapas reducidos de la realidad, para finalmente dibujarnos el plano que conduce a la meta anhelada, el de la trascendencia humana. El mapa dibujado, que es el resultado filosófico de la obra, es una antropología, encuadrada en coordenadas metafísicas: verdad y libertad; y su trazado fue logrado por la exploración realizada con la brújula adecuada: la Encíclica Fides et Ratio del Papa Juan Pablo II.
La dirección hacia la que se nos conduce es clara. Haldane lo hace presente cuando indica que “el Papa identifica tres obligaciones para la filosofía contemporánea: (i) redescubrir la dimensión sapiencial de esta disciplina; (ii) establecer y mantener el realismo epistemológico; (iii) alcanzar un rango genuinamente metafísico.”[1]
La idea de establecer y mantener el realismo epistemológico en la filosofía contemporánea –el segundo objetivo identificado por el Papa– es fundamentado en la parte inicial de la obra de Dn. Enrique Moros. Es precisamente la primera etapa de la exploración: la comprobación en el terreno de los mapas trazados con anterioridad, brújula en mano, indicando sus deficiencias y verificando las buenas posibilidades a las que están abiertos otros. Pero, ¿Cuál es el terreno que se explora y ante el cual se confrontan aquellos planos trazados? No cabe duda que el título de este primer capítulo nos lo deja claro: El corazón del hombre.
El hombre no es solo un animal, tiende a la trascendencia, posee un alma en el que confluyen tres elementos: la vida, la unidad y el crecimiento. Pertenece al mundo y es superior a él porque posee inteligencia y es en base a su razón que el hombre es hombre. La cognoscitividad es lo propio natural del hombre y a la vez su rasgo distintivo. Es por este motivo que los naturalismos reduccionistas no pueden alcanzar la visión plena del ser humano, no toman en cuenta lo que le es propio en el mismo ámbito natural que ellos buscan definir en base a la simple materia.
El naturalismo es un mapa reducido de la totalidad que es el ser humano. En su búsqueda de otorgar explicaciones a la existencia humana a partir de la materia cae en la negación de la alteridad de los seres que conforman la naturaleza, en un monismo que no respeta la subjetividad en la que se basa para estimar sus hipótesis porque, al no tomar en cuenta la racionalidad, elimina lo que nos singulariza y que nos pone en contacto con lo que nos rodea. Se elimina la diferencia entre conocimiento y mundo. El mundo se vuelve ininteligible. Se ha perdido el terreno de la conciencia, del ser personal que despierta y conoce. No existe metafísica en este mapa, porque nos deja dormidos a los niveles superiores de la razón. Es así que es importante otorgarle el papel principal a la racionalidad humana, porque nos otorga esa apertura a los demás, a lo que nos rodea.
Es en esta dimensión que el hombre se da cuenta que conoce y que ama y que el acto radical de entrega y don no le puede ser autofundado, sino que tiene que ser a la vez un don. Para llegar a esto ha debido reflexionar, ha vuelto sobre sí porque tiene esa capacidad, se ha enriquecido y ha intensificado su ser. Como lo indica Antonio Millán-Puelles: “la libertad que estriba en la apertura del entendimiento humano a sí mismo es, en suma, una condición indispensable de la libertad que consiste en la infinitud objetual de nuestra potencia intelectiva, y, a su vez, esta infinitud es el correlato necesario de la verdad ontológica como esencial apertura del ente en cuanto ente a nuestro poder de intelección”[2]. Es la razón que puede ir, porque está en su capacidad, hasta los primeros principios, hacia la metafísica, que está unida íntimamente a la antropología.
El materialismo naturalista no puede dar cuenta de sí mismo, es pura potencialidad que busca una explicación temporal a su monismo determinista, en donde todo es lo mismo con diferentes configuraciones accidentales. No hay libertad porque el ser humano no puede tender hacia la verdad, simplemente no puede tender a nada, porque no existe alteridad. No puede llegar a un principio absoluto, al que se puede llegar con la metafísica, en donde el acto está por encima de la potencia, y en donde la Verdad es Una, a pesar que se aprecien diferentes verdades. Esa Verdad es Dios, a la que tiende el hombre y que es el eje que articula filosofía y religión, fe y razón.
El viaje exploratorio se intensifica. Pasamos por los mapas Nietszche y el nihilismo que no dejan lugar para Dios porque sencillamente se ha borrado del horizonte del hombre la verdad. El nihilismo es una negación absoluta, de la humanidad y de su identidad. Para él no existe verdad objetiva, no hay apertura al ser, por tanto no hay capacidad de trascenderse en el hombre que no consigue recuperarse a sí mismo como ser poseedor de dignidad. Así no posee libertad, no hay valor, porque no existe razón. La humanidad queda destruida. Se evidencia cada vez más la exigencia de pasar del fenómeno al fundamento, de las apariencias al ser, de la opinión a la verdad, sin caer en los errores del representacionismo. Siempre se ve en el fondo de todos estos autores la necesidad de salvar al hombre, su felicidad, su moral y ética, muchas veces por el camino equivocado.
Nos detenemos a considerar el mapa trazado por San Agustín, en donde vemos que el deseo de ir a la Verdad es la nostalgia de Dios en el corazón del hombre, porque la razón tiene un límite que aviva esa nostalgia. La búsqueda de la verdad se vuelve una pasión, exige un compromiso personal, saltar las barreras de la apariencia y buscar la realidad. Pero nos podemos preguntar ¿cómo? Nuestro autor nos lo indica: a través de la fuerza del deseo de verdad, que es el amor.
El hombre con el conocer alcanza la verdad pero no la posee, siempre es un tender a ella. Es un continuo aproximarse al Ser personal, porque solo un ser que no comienza como soledad puede encontrar en el amor su verdadera realización, su tender y aproximarse a los demás. Es un alcanzar y desear más, hasta donde la verdad y el amor se unen. Porque la verdad está más allá de todo lo poseído se la puede amar, puede ser algo más que conocida. Y todo ese proceso es posible por la ampliación que realiza el ser humano en su intimidad, por esa apertura a la realidad que es verdadera libertad.
Hemos confrontado los mapas, volvemos a consultar la brújula que nos indica que debemos redescubrir la dimensión sapiencial de la filosofía. Es el segundo capítulo. Ahora abordamos aquello que algunos mapas no indicaron, y que otros muchos mostraban como evidente: el hombre posee un deseo de saber. Omnes homines natura scire desiderant. Y, precisamente porque ese deseo de conocer pertenece a la naturaleza del hombre, les corresponde a todos. Es el deseo natural hacia un bien, hacia una realidad no poseída. Ese deseo se traduce en interés, que es precisamente lo que posibilita que los hombres podamos conocer objetivamente.
Vamos intuyendo que ir hacia la verdad es algo más que un simple conocer algo, requiere en cierta manera una actitud, un compromiso. Somos libres de actuar porque somos libres de comprender el mundo de modos diferentes y es precisamente la libertad, la que se funda en la prioridad ontológica de todos los seres –¡del hombre mismo, también!– la que posibilita la universalidad de nuestros modos particulares de comprenderla. Es decir que, porque existe un fundamento ontológico de la naturaleza humana, se posee la capacidad de tender a la verdad en libertad, por la apertura de la racionalidad y por el deseo de alcanzar ese fin. La voluntad se involucra en la búsqueda de la verdad. El deseo de bondad coincide con el de la verdad. Así, el saber, que es el bien del intelecto, es también el bien de la persona que puede pensar. Es necesario pensar, es importante ser inteligente.
Si se involucra el deseo de bondad, entonces se implica el deseo de ser feliz, por lo tanto la filosofía piensa la vida entera del hombre, es una meditación sobre la vida y la muerte, sobre cuál será nuestro destino. ¿Quiénes lo harán de mejor manera? Solo basta decir que el filósofo cristiano cumple su anhelo filosófico mejor que si lo hiciera por otros caminos, las cuestiones pueden quedar abiertas, pero las respuestas y las meditaciones alrededor de los temas más profundos de la existencia humana, en cuanto son entendidas, satisfacen más que otras respuestas. Se puede ver que el alma del filósofo cristiano se va empeñando por alcanzar la verdad de una manera dinámica, vertiginosa podríamos decir, pero a la vez la quietud y la paz de las verdades adquiridas son la demostración de que su espíritu va por el camino correcto.
Por un instante nos detenemos y encontramos un viejo mapa trazado hace miles de años: los sofistas. Nos permitimos hacer sobre ellos una pregunta: ¿Consiguieron algo coherente? Tal vez, desde el punto de vista de la utilidad de las palabras para alcanzar dominio sobre sus semejantes no consiguieron un gran aporte para la humanidad. Pero fue su actitud la que produjo el arrebato de Sócrates para evidenciar sus errores de la manera más sencilla y llena de humildad: “Solo sé, que nada sé”. Los sofistas, griegos y de cada época, han sido necesarios para despertar al hombre común, han sido el móvil para que surgiera quien pudiera sostener que existe una racionalidad intrínseca en los seres. ¿Ha pasado la época del mito que pretendía explicar lo importante del pasado, debilitar el presente y conducir hacia un futuro oscuro y lleno de sombras, inexplicable e ininteligible? Los sofistas surgieron antes y ahora también los encontramos. Los contrarrestarán los “Sócrates”, los filósofos de ahora, que precisamente se concentran en meditar sobre el presente, sobre la realidad, sobre sus fundamentos, sobre la naturaleza humana, es un centrarse metafísicamente en el hombre.
Todos somos en cierta medida un poco filósofos. Esta afirmación engrana en el proyecto de la filosofía. Todo hombre es filósofo porque en su trayecto vital trata de hacer, de algún modo, el recorrido de la búsqueda de la verdad. Conocer lo bueno para actuar. Seguimos intuyendo cada vez más la necesidad de involucrarse, porque hay que actuar. ¿Será que la filosofía al igual que la fe requiere de testigos? ¿Es ésta la forma del compromiso con la verdad?
La pregunta ¿Quién soy yo? Es la pregunta por el hombre, nuestro viaje inicia y concluye con el hombre y su finitud, como lo propuso en un momento Heidegger. El libro nos presenta la perspectiva metafísica que desarrolla las bases para encontrar el sentido de la vida. La exploración ha finalizado y en el tercer capítulo nos sentamos a trazar el mapa con un rango genuinamente metafísico, haciendo una propuesta: el tomismo.
Llegamos a uno de los puntos más impresionantes de la obra y que se ha ido madurando a lo largo de todo el libro: el hombre para alcanzar la verdad no puede simplemente conocerla, debe identificarse con ella, debe comprometerse con la verdad y dejar que ella informe su existencia.
El dialogo racional es el ámbito donde nace y se desarrolla la sabiduría, donde existe un intercambio de pareceres y opiniones en la búsqueda de la verdad. Pero la verdad impulsa a actuar, porque el diálogo ilumina unos fines a los que se debe tender, hacia la felicidad, y habrá que persuadir a los demás de alcanzarla. Hay que convertirse en el testigo de la verdad, dar testimonio de ella, porque éste provoca el pensamiento de los demás, es un incentivo a cuestionarse las cosas, a aceptar o rechazar.
El hombre en la búsqueda de su fin ulterior, que le otorgue sentido a su vida, realiza la tarea propia de su existencia: tender a la verdad, y de esta manera le otorga una respuesta al drama de la muerte, y su requisito es la dignidad humana propia. El final es una respuesta religiosa a una pregunta filosófica, y la respuesta es de esta consistencia porque es propiamente humana. Es el drama que la filosofía moderna no ha podido resolver en su afán por alejarse del cristianismo y, paradójicamente, convirtiéndose cada vez más en una ideología de corte soteriológico. El deseo de salvación clama en el ser humano y es imposible acallarlo, es el ansia de ser arrancado del mal, es la nostalgia de Dios que indica San Agustín.
La búsqueda de todo esto es para el hombre una tarea personal, y a la vez es de él que surge la oportunidad de aunar los esfuerzos de la filosofía y la teología que se reclaman mutuamente para hallar las respuestas a las preguntas que el mismo hombre se plantea. Retomar el tomismo para reconstruir el humanismo y otorgarle un sentido al mal y al sufrimiento, afrontando la inmortalidad sabiendo que la verdad es Dios. Así lo indicó el Papa en 1973: “El problema de Dios, en último término, no es otra cosa que el problema de la verdad como tal. ¿Existe la verdad? ¿Es ésta cognoscible para el hombre? ¿Está dentro de sus posibilidades? ¿Qué es propiamente el ser, la realidad? El problema de Dios, idéntico al problema de la verdad como tal.”[3]
Las palabras de Benedicto XVI nos asientan aún más la necesidad de ampliar el horizonte de lo que en la actualidad se entiende por racionalidad. No una razón solamente científica, sino aquella que de cabida a los principios metafísicos de la realidad, sin los cuales no se puede fundar un conocimiento real del hombre y su destino. Hemos trazado el mapa, ha sido un viaje largo y su resultado ha sido fecundo, podemos asentir firmemente que la fe y la razón son las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la Verdad.
[1] J. HALDANE, “The Diversity of Philosophy and the Unity of Its Vocation”. Adelaide 2004. Citado en el libro comentado en la p. 307.
[2] A. MILLÁN-PUELLES, El valor de la libertad, Rialp, Madrid 1995, p. 92. Citado en el libro comentado en la p. 48.
[3] J. RATZINGER. “Presentación”, en Dios como problema, Cristiandad, Madrid 1973. Citado en el libro comentado en la p. 356.